Eran las once en el Paseo del Prado. Nacía una nube de humo blanco frente al Capitolio. A los pocos minutos envolvía toda la calle. Y de la nube, de repente, comenzó a manar un río de gente. Todos corriendo, algunos con las manos manchadas de sangre. "¡Mírenlo! ¡Mírenlo! Ese de ahí ha sacado un cadáver de entre los escombros". Ese de ahí era un joven de unos veinte años, de pantalón oscuro y camiseta verde.
Crecía la confusión en la arteria de la ciudad, una calle monumental, de las que casi no quedan en La Habana, inundada de hoteles de lujo. Pronto se supo que uno de ellos había explotado, el Saratoga. Se estaban haciendo labores de mantenimiento para su puesta a punto: la reinauguración iba a tener lugar este 10 de mayo.
Lo que no se veía desde donde se escriben estas líneas, a apenas 500 metros de la explosión, era un edificio enorme, destruido, como si le hubiera caído una bomba encima. Asomaban –eso se vio ya por la noche– los cuartos destruidos, las escaleras desmadejadas, el amasijo de hierro de los balcones. Hasta diecisiete edificios colindantes afectados.
En la acera, los escombros. Tantos como para alcanzar la altura de una persona de estatura media. Y debajo, los muertos. Los iban rescatando poco a poco. Primero, cuando eran las once de la mañana, lo hicieron algunos cubanos, que se jugaron la vida. Después, llegaron los servicios médicos y las fuerzas de seguridad del Estado.
En La Habana "casi nunca pasan cosas de este tipo". "¡Desde los años noventa!", gritaba un hombre desesperado. La ciudad se había llenado de miedo. Todos tenían un amigo, un familiar, que podía estar transitando los bajos del Saratoga a la hora de la explosión.
Se acordonó la zona. La hipótesis que se manejaba en la calle era la de una explosión de gas. Al parecer, un camión se había acercado para suministrar gas licuado. Un escape, ¡bum! Llegaron las autoridades del régimen, el presidente incluido, para decir que no había sido un atentado. En Cuba, las cosas adquieren cariz político a una velocidad estratosférica.
Miraba el edificio, con los ojos vidriosos, un hombre al que siendo niño arrojaron desde un edificio así para salvarlo. "Nos lanzaron a una lona amarilla que pusieron abajo", contaba.
Hay niños entre los muertos del Saratoga. Porque una escuela infantil funcionaba muy cerca del hotel. También turistas. Una española, Cristina. César, su pareja, está muy grave en un hospital mientras se elabora este reportaje.
Lloraba la gente en el Paseo del Prado. Un guía de turismo utilizaba su teléfono móvil compulsivamente. Buscaba a un compañero suyo. Nadie podía localizarlo. Llamó a su mujer, que tampoco sabía nada del marido. Al fin se enteraron. Estaba en "Cuidados intensivos" con una fractura en la cabeza. Era difícil hacer llamadas. No funcionaba la red. Algunos decían que era una medida del gobierno, otros hablaban de avería.
Los muertos y los heridos seguían apareciendo al ritmo de las excavadoras amarillas que iban rodeando el Saratoga. Los rescataban y engordaban la estadística. La "pila de muertos" primero era de ocho, después de diez, luego quince, ahora veinte. Igual con los heridos.
La calle era un hervidero. En apenas diez minutos, todo el barrio de Centro Habana ya sabía lo que había sucedido. No entendían. Ese camión ya había suministrado gas esa mañana. Todo parecía imposible.
De la estadística, el muerto pasaba a la identificación. Marian, una recepcionista de hotel, tardó horas en saber que había perdido a una amiga. Yuli, conserje, se enteró de la muerte de una compañera del colegio y de una mujer embarazada.
Un agente del ministerio del Interior, de uniforme pardo y anteojos marrones, paraba su motocicleta en mitad de la calle. Atendía a algunos turistas –en La Habana el turista es el rey– y les daba algo de información: "Estamos investigando, no podremos alcanzar una conclusión hasta que no se levanten todos los escombros. En un escape de gas tan grande, una cerilla o un cigarro es suficiente para generar esa explosión".
También habló de un "fuerte dispositivo de seguridad". Conforme anochecía, se llenaba el centro de policías. Armados, con sus boinas y sus gorras. Tras la puesta de sol, el mejor lugar para observar el Saratoga era el Parque de la Fraternidad. Enfrente, a unos diez o veinte metros.
El Saratoga era como un barco encontrado bajo el océano. Arriba, la oscuridad. Abajo, la luz de los vehículos que iluminaban los escombros. El Saratoga era un hotel de lujo. Lo fue antes de la revolución. Con los Castro, se nacionalizó y se convirtió en un edificio de apartamentos para campesinos que se mudaron del campo a la ciudad. Hasta que se hundió en la miseria y quedó asolado por la falta de salubridad.
Eusebio Leal, un historiador del Partido Comunista, rebatió las tesis oficialistas y llamó a la rehabilitación de gran parte del centro. Convenció a Fidel. En ese contexto renació el Saratoga, que ahora ha vuelto a morir.
"Todavía no se han encontrado los cuerpos que puede haber en esa parte, en esa casa de apartamentos", apuntaba un vecino. Se había improvisado un campamento con bidones de agua y algo de comida para quienes trabajaban en el operativo.
"Mi tía no aparece, mi tía no aparece". Y ya habían pasado más de nueve horas. La Habana estaba de luto no oficial. Habían cerrado muchos bares. Incluso el Floridita, a unos cuantos pasos, donde Hemingway se atiborraba de daiquiris. Los restaurantes habían cancelado sus espectáculos en vivo. Es raro, el silencio, en La Habana. Primero un gran estruendo. Y después, el silencio.
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