Diana no tiene miedo a la muerte, pero –confiesa–, es demasiado pronto para decir adiós: “Soy madre, ¿sabes? Allá vosotros con los riesgos que corréis”. Lo dijo hace unas semanas a un fotógrafo italiano y al periodista que escribe estas líneas camino de Saltivka, el barrio más castigado por las fuerzas rusas en Járkov.
En una ciudad que resiste los ataques del Kremlin desde finales de febrero, hay decenas como ella que reparten ayuda a los vecinos más afectados. Algunos han perdido la casa, otros la familia; los menos llevan mes y medio sin luz ni agua y prefieren no vivir en las estaciones de metro que refugian a miles de vecinos. La de Heroiv Pratsi, en el noreste de la ciudad, se ha convertido en la frontera para muchos de los habitantes de la segunda urbe de Ucrania.
Cerca de 2.200 edificios (25%) han sido dañados y más de un 30% de la población habría huido de una guerra que no deja de sumar muertos entre la población civil, según Andrii Dmechenko, alcalde de Járkov. Hora a hora, día y noche, las explosiones mantienen las calles vacías: tan solo en el barrio de Saltivka se han cobrado más de 500 vidas.
Entre los vecinos aumenta el temor a una ofensiva que busque tomar la ciudad en una semana marcada en rojo en el calendario: este lunes se celebró la conmemoración de la victoria soviética sobre la Alemania nazi. Los mapas, por otro lado, muestran el avance del ejército ucraniano en las poblaciones del norte de la región. Ayer mismo, cuatro nuevos asentamientos fueron liberados. De continuar la contraofensiva, este enclave, a escasos 40 kilómetros de Rusia, dejaría de estar a tiro de la artillería.
No obstante, los militares del último check-point todavía giran la mano de lado a lado dejando escapar un “yo no me quedaría mucho” con una mueca en el rostro. Diana es la única que lo entiende y su traducción edulcorada en castellano lo deja claro: “Querréis volver a casa, ¿no? Esto no es el Counter Strike, es la vida real. A mí pueden enterrarme cerca”.
Sin tiempo para preguntar si es aficionada a los videojuegos o lo conoce por su hijo, dos grandes columnas de humo nublan el horizonte. Vienen de Buchmy Street, donde los vecinos saben de memoria las fechas de cada socavón producido por el impacto de los proyectiles.
Hay edificios destruidos, boquetes en las fachadas, ventanas rotas y vehículos calcinados bajo los escombros. También cansancio. El miedo es relativo: muchos no se sienten seguros bajo tierra, pero prefieren correr a la zona de garajes que arde para salvar sus vehículos.
Diana ha pedido estar cinco minutos y la visita se alarga más de media hora. Hace calor. Los bomberos no han llegado todavía y la ambulancia se marcha cuando suenan más explosiones. Horas después, apenas queda una dotación de apagafuegos y R.B. Reynolds, un empresario afincado en Kiev. Estadounidense, afirma estar recopilando pruebas para su Gobierno, aunque en marzo, en la CNN, dijo haber intentado alistarse como combatiente internacional. Son tiempos extraños en una Ucrania que resiste 77 días.
Avenidas vacías, cocinar en el portal
24 horas más tarde, el olor a quemado todavía impregna algunos puntos de la calle Buchmy. En las últimas semanas, decenas de civiles han muerto, también trabajadores como los tres artificieros que trataban de limpiar una zona damnificada por el armamento de un ejército invasor que logra pequeños avances en el Donbás.
Tan solo un par de mujeres pasean por la acera de regreso a casa con bolsas de comida y, más a las afueras de Saltivka, una furgoneta civil llena de militares se cruza en la avenida fantasmal.
Los otros dos son Svyatoslav Voznuk y Yura, cuyo apellido prefiere no compartir. El primero parece sacado de una película de Hollywood. Se frena para oler un viento que, asegura, le habla de los muertos. “Aquí cinco proyectiles, aquí cuatro”, señala bajo la lluvia. “Allí hace una semana, aquí ayer”. Su acompañante, un vecino casi 40 años más joven, le mira con el respeto del que ha visto salir su figura entre las llamas de una vivienda para salvar a los inquilinos que estaban atrapados en su interior.
“Danger, danger. Quick! (peligro, peligro. ¡Rápido!)”, exclama Svyatoslav, utilizando el inglés por primera vez en varias horas antes de echar a correr de una calle a otra para parapetarse en la siguiente línea de edificios. Desde el inicio de la invasión, asegura haber perdido 20 kilos por las caminatas que realiza cada día. De sprint en sprint evita las avenidas principales en cuyo asfalto se aprecia el paso de los tanques.
Arriesgar la vida
Su misión, repartir comida y medicamentos entre los pocos residentes que quedan en el barrio. Los que no se fueron al oeste ni bajaron a las estaciones de metro cocinan ahora en las escaleras de portales y se refugian en sótanos medio derruidos. La última tienda cerró hace seis semanas.
A finales de abril, paseando por Saltivka, Svyatoslav avisaba del peligro del mero hecho de andar por la calle. “Al final nos van a dar”, suspiraba, insistiendo en recorrer todas las arterias que conectan el distrito. Un patrón que repiten ucranianos en cada ciudad, porque, para ellos, merece la pena el riesgo si muestran al mundo lo que ocurre en el interior de sus fronteras.
Lo mismo sucede en otras ciudades como Mykolaiv, Odesa, Dnipro o Kramatorsk. Civiles que buscan exponer una realidad en la que viven desde hace dos meses y medio. El tiempo corrió a favor de Ucrania durante las primeras semanas, aunque ahora, ante el lento avance en el Donbás y la posible ley marcial en Rusia, vuelven a escucharse voces que temen ver su guerra en un olvido en el que estuvo sumergida siete años anteriores.
Los 44 cadáveres encontrados este martes bajo los escombros de un bloque de viviendas de Izium o las 60 vidas que segó este fin de semana un ataque aéreo en Bilohorivka devuelven la atención mediática. No obstante, las dificultades de acceso para la prensa y las grandes desgracias ocultan los muertos individuales multiplicados por los ataques recientes.
Según las estadísticas oficiales de Naciones Unidas, 3.381 civiles habrían fallecido en el conflicto, aunque su encargado de monitorear el cumplimiento de los derechos humanos ya ha sugerido que la realidad es "miles de veces superior" a la cifra publicada.
Los propios vecinos de Saltivka lo saben y llevan semanas mostrando sus calles para que el mundo no aparte una mirada que puede salvar vidas. Mientras, las fuerzas armadas ucranianas continúan liberando pueblos, la artillería continúa rugiendo y el sol sale de nuevo. Nadie se ha dado cuenta de que ha dejado de llover.
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