Durante los últimos dos años, Omar García ha viajado mucho. Ha estado por todo México, en los 32 Estados, recorriendo el país de norte a sur. También ha viajado al extranjero, “un chingo de veces”, a Estados Unidos, Guatemala, Brasil, España, Inglaterra, Suecia, Austria, Alemania... En todos lados iba a contar su historia, una de la que ya está cansado, que “le encabrona”. La historia de la noche del 26 de septiembre de 2014. La historia de cómo sobrevivió a la noche de Iguala en la que murieron seis personas y desaparecieron 43 estudiantes de magisterio como él, de su misma escuela en Ayotzinapa, Estado de Guerrero. Un caso que provocó una movilización social sin precedentes. Este domingo, en la capital, había un sinfín de actos conmemorativos.

“Yo estaba en la escuela cuando me llama un compañero y me dice que la policía les había disparado, que habían matado a uno, y que fuéramos a ayudarles”, cuenta sentado en la Cineteca Nacional del Ciudad de México. “Todos nos empezamos a movilizar y nos metimos en las tres camionetas urbans que teníamos, 15 en cada una, y fuimos para allá”. Sobre 100 compañeros habían salido horas antes, rumbo a Chilpancingo, con dos autobuses. Cuando la policía les impidió pasar a esa ciudad, se dirigieron a Iguala.

A su escuela, la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, que forma parte de una organización estudiantil nacional, le tocaba la tarea de lograr vehículos para el traslado a Ciudad de México para la marcha del 2 de octubre, conmemorativa de la matanza de estudiantes en Tlatelolco, ocurrida en 1968. La forma de crear esta logística es tomar autobuses, una suerte de requisamiento de los vehículos con conductor incluido. Práctica común por parte de estudiantes de magisterio en varias zonas del país, según el diario La Jornada, por lo que las empresas instruyen a los chóferes a que se queden y se les paga su sueldo.

Autobuses tiroteados

En Iguala, tras una serie de hechos imposibles de resumir en un párrafo, los estudiantes logran hacerse con otros tres autobuses de la estación de la ciudad y los cinco vehículos salen de la terminal con intención de volver a Ayotzinapa. Varias camionetas de policía comienzan a perseguirles. Les cortan el paso. Hay disparos. De acuerdo a uno de los varios informes sobre esa noche, todos los autobuses fueron tiroteados. A los ocupantes de dos de ellos se los lleva detenidos la policía.

“Llegamos en una hora, como a las diez y media, y vemos a los autobuses destrozados, baleados, con los chavos totalmente en shock, no sabían que onda, pues”, continua su relato. Preguntaron por el chico al que habían disparado en la cabeza. Vino por él una ambulancia. Sobrevivió. También por los compañeros que faltaban. Se los había llevado la policía. “Nosotros, bien pendejos, bien inocentes, dijimos si se los había llevado la policía estarían detenidos, seguramente les iban a golpear, pero estarían en la cárcel”.

Las patrullas seguían rondando la zona. Pasaron. “Y de repente, en un lugar semioscuro, empezaron los destellos de balas, disparando hacia donde estábamos nosotros”, continua mirando al frente. “Yo estaba detrás de una esquina, cerca de un poste de luz de cemento, ahí me cubrí y no mames, sentía los balazos impactando en la pared, la gente se tiró al suelo, todos gritaban, cayó un chavo, luego otro, muertos”. Eran Julio Cesar Ramírez y Daniel Solís, dos compañeros de su escuela.

“Como he visto muchas películas, sé que al manejar un arma se les acaban las balas en determinado momento y vuelven a cargarlas, entonces me dijo que tiene que haber un momentito el que dejen de disparar”, explica, “cuando hubo ese momento, salimos corriendo, gritando, cada cual hacia un lado, por las calles, las azoteas... fue terrible”. Él y otro estudiante se encontraron con un herido, al que le habían volado parte de la cara. Hace unas semanas le han acabado de reconstruir lo mejor posible el rostro.

Tras una serie de peripecias que incluye un encuentro con el ejército -“les dijimos que nos había atacado la policía y nos contestaron que nos lo habíamos buscado”- y una clínica privada donde no les atendieron, llegaron en taxi, con la ayuda de un maestro, al Hospital General de Iguala. “Pasé ahí dos noches, era terrible, estaba lleno de heridos, compañeros míos, también del equipo de fútbol”.

El autobús de los Avispones, que regresaba a Chilpancingo tras jugar un partido, fue tiroteado por varios sujetos armados con rifles AK-47. Murió un jugador y el conductor. Una mujer que iba en taxi fue la quinta fallecida. El cuerpo del sexto, otro estudiante llamado Julio Cesar Mondragón, fue encontrado el 27 de septiembre con marcas de tortura.

A García el narco le había matado ya un hermano pequeño. “Dije, 'oye, cabrón, ya es suficiente', dejé la escuela de magisterio y me dediqué de lleno al activismo”, explica, “ahora, tras dos años, estoy por fin recuperando mi vida, estoy matriculado en Derecho, que la escogí en gran parte por lo que pasó".



Sobre lo que ocurrió la noche del 26 al 27 de septiembre en Iguala hay diversas versiones. La oficial, defendida por la Fiscalía, habla de que “los estudiantes normalistas fueron privados de la libertad, privados de la vida, incinerados” en el basurero municipal de Cocula y “arrojados al río San Juan, en ese orden”, y acusa de la desaparición al cártel local Guerreros Unidos, con la responsabilidad intelectual en el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y su mujer María de los Ángeles Pineda, vinculada a ese cártel. Pocos días después, la Fiscalía Federal encuentró seis fosas con 28 cadáveres calcinados en el lugar señalado por los sicarios interrogados y detienen a 30 personas.

Versiones divergentes

Pero el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, nombrado por la Comisión Interamericana, contradice esta explicación, que tampoco se creen los padres y familiares de los desaparecidos. Según el análisis del GIEI, ninguno de los restos encontrados en el basurero se correspondían con los 43 desaparecidos. Además, arguyen que para quemar a casi medio centenar de personas hacen falta días y que la noche del 27 de septiembre los satélites sólo registraron un fuego en el Estado de Guerrero y no fue en ese vertedero.

Su informe señala otras inconsistencias, como torturas a algunos de los policías y sicarios capturados; mensajes de texto de un estudiante en el momento que supuestamente estaba siendo incinerado... Su hipótesis es que entre los autobuses que tomaron los estudiantes había uno que llevaba droga o dinero de su venta de los Guerreros Unidos y también acusaron a las autoridades mexicanas de entorpecer su trabajo.

Con este dictamen coincide la prestigiosa ONG Equipo Argentino de Antropología Forense, creada en 1984 para desarrollar técnicas que ayudaran a descubrir qué había sucedido con las personas desaparecidas en Argentina durante la sangrienta dictadura militar de Videla. Tras meses y meses de estudios, estos forenses explicaron que “no hay evidencia de incendio” en el basurero, “al menos de un incendio de las características necesarias para quemar a 43 personas” y, como la GIEI, también apuntaron a incoherencias en el relato de los sicarios, que es la base de la versión oficial.

El último giro ha sido la dimisión hace pocos días de Tomás Zerón, el investigador jefe del caso. En un vídeo, la GIEI lo acusó de haber visitado el río San Juan en octubre de 2014, un mes después de la tragedia. Allí se encontró una bolsa con restos humanos que correspondían a Alexander Mora Venancio. Él y Jhosivani Guerrero de la Cruz son los únicos de los 43 que todos los actores implicados reconocen que ha aparecido. El presidente de México, Enrique Peña Nieto, designó a Zerón, pocas horas después de su renuncia, como secretario técnico del Consejo de Seguridad Nacional.

- ¿Qué crees que pasó con ellos?

- Yo no creo, yo vi. Vi cómo participó la policía, el ejército. Se los llevaron ellos. Yo tengo una postura clara. No me interesa si se los pasaron a otros o no. La responsabilidad es suya, como Estado, como autoridad, lo que hiciste después es tu bronca, bronca de la policía, del ejército y de las autoridades municipales.

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