Alberto Dueñas estaba en Coapa cuando sintió el temblor. En la radio, oyó que una escuela se había caído en esta zona acomodada al sur de la Ciudad de México. Luego escuchó que era en la que él y su hermano habían estudiado. Y se fue corriendo hasta llegar al centro Enrique Rebsámen, un colegio privado. Estaba lleno de niños cuando a la 1 de la tarde un sismo de 7,1 en la escala Richter golpeó México el 19 de septiembre, justo en el aniversario del mortal terremoto de 1985. La cifra de muertos en todo el país ya pasa los 220. La capital concentra casi la mitad.
“Había gente que conocíamos, nuestros maestros, y nuestra reacción inmediata fue venir”, dice con sus 24 años, “no esperaba que fuese así, era una devastación, estaba todo derruido, una cantidad impresionante de polvo”. Y la gente empezó a organizarse.
“Llegaban con carros de supermercado llenos de cosas, de medicinas, de agua, comida, todo. Yo y mi hermano como conocíamos la escuela comenzamos a decir por donde podían estar las aulas y sacamos mucho escombro”. Su madre, que está al lado de él, le dice que salvó vidas.
A la entrada de la calle, donde un retén del ejército no deja pasar curiosos y hay una enorme cantidad de botellas de agua y comida que han traído los vecinos de la zona, está Elena Villaseñor. Detrás de ella, hay un montón de carteles y cartulinas colgadas. Son nombres de niños, de hospitales, de maestros, de fallecidos. Los iban apuntando según los rescatistas salían y les decían a quien habían encontrado. Lleva aquí desde las 2 de la tarde del 19, ya casi 18 horas.
Una familia llega. Joshua Bernal, preguntan. “Tengo varios”, responde ella, “uno en el hospital, otro en fallecidos”. Es, o era, su sobrino. Según la última información que tienen ellos, de las 11 de la noche del día anterior, iban 37 muertos, la mayoría menores, unos 30 desaparecidos y sobre 35 que se habían salvado. A esa hora el presidente Enrique Peña Nieto se presentó en el lugar al ser uno de los epicentros de la tragedia.
Villaseñor le dice a los familiares que bajen la calle a hablar con las autoridades, que son los que tienen la información oficial. Se la ve exhausta.
El terremoto ha sacado la mejor cara de la solidaridad mexicana. Según cuentan, como en el 1985, cuando la sociedad civil se lanzó a la calle para suplir la falta de acción de las autoridades. Esta vez, la Administración está comportándose mucho mejor. Hay desplegados miembros del ejército y policías, que cuidan los cerca de 40 edificiosderrumbados que hay por toda la capital. Si el martes del terremoto todos se acercaban a intentar echar una mano, ahora el acceso está mucho más controlado.
Uno de los edificios colapsados está en la colonia Narvarte, un barrio de clase media y residencial en el centro sur. Exactamente, en la confluencia de las calles Concepción Beistegui y Yacatas. Felipe Aguirre, geólogo del Sistemas de Aguas de la Ciudad de México, sale del primer cordón de seguridad. Cuenta que aquí por suerte pudo salir todo el mundo. No tuvieron tanta en el Centro Histórico, donde un edificio de costureras se cayó aplastando a varias. “Hay algo importante, este fue una combinación de terremoto trepidatorio y oscilatorio, el primero es el que tira los edificios”, explica. Ha dormido dos horas. A él ya le han tocado varios rescates. “Por suerte no he tenido que sacar muertos”.
Sonríe. Detrás suya, máquinas excavadoras, escombros. La ciudad y el tráfico es un caos. Atascos, bocinas por todos lados, los semáforos se apagan de vez en cuando. Las camionetas y las pick up van llenas. Voluntarios, brigadistas, medicinas. Algunos sacan un trapo por la ventana para pedir paso por llevar un herido pero es imposible. Un chaval en bici se acerca a una furgoneta roja llena de médicos. “¿Dónde van? Denme un cubo que yo llego más rápido”. Y se va a toda velocidad esquiando coches con el recipiente lleno de agua oxigenada, gasas y demás apoyado encima del manillar.
En el parqué México, en la colonia Condesa, zona pija y de las más afectadas, se ha montado un centro de acopio. Hay varias secciones. Cobijas/mantas, comida, medicinas, agua. Gabriel Carrillo, de 30 años, es uno de los líderes. Cuenta que tras el sismo la gente se empezó a juntar en ese parque, en la explanada central.
“Poco a poco empezamos a organizarnos y hemos hecho un centro enorme, con una línea de producción de víveres, aguas, cobijas, servicios médicos”, cuenta en pantalones coros, gafas de sol y una bandana en la cabeza. Cree que son 300, 400 personas.
Demasiadas a veces. Discute con sus compañeros de que necesitan ayuda profesional para gestionar todo lo que tienen. Alguien advierte de que hay bulos en Twitter sobre edificios caídos. Desde ahí también mandan brigadistas voluntarios, coordinados con las autoridades, a los lugares donde se necesitan. Van en el remolque de camiones pequeños y los aplausos cuando se van son fuertes, sentidos.
Si Alberto, Elena, Felipe y Gabriel representan la mayoritaria y mejor cara de México, la fealdad salió por la noche. Aprovechando la oscuridad, los malos emergieron de sus madrigueras. Robaron coches y automóviles en varias carreteras. Un mensaje circulaba por Whatsapp. “Cuidado chavo, están asaltando”. Fernando Castillo, taxista que se ha pasado la mañana de lado a lado de la ciudad, en el tráfico, en el caos, viendo su ciudad jodida, tiene bien claro lo que haría si pudiera agarrar a alguno de esos malnacidos.