Justin Trudeau pone fin a nueve años de política espectáculo entre el acoso de las encuestas y la mano al cuello de Trump
- Sin el apoyo de buena parte de su propio gobierno y con unas perspectivas electorales nefastas, Trudeau abandonará el puesto en cuanto su partido decida un sucesor.
- Más información: Trudeau, el hombre al que Nixon vaticinó que sería primer ministro de Canadá como su padre cuando tenía solo 4 meses
Cuando Justin Trudeau irrumpió en la primera línea de la política canadiense, cierta parte de la prensa del país norteamericano empezó a referirse a él como “Paris Hilton”, en alusión a la mediática heredera. El apodo tenía sentido: Trudeau era joven (llegó a primer ministro con 43 años), guapo y entre sus amistades se contaban varias celebridades, destacando los dos nietos de la reina Isabel II, Guillermo y Enrique. Con el país sumergido en tensiones regionales y al borde de la recesión económica, su presencia se recibió como un sorbo de agua fresca, un triunfo del liberalismo más progresista en tiempos en los que la amenaza de Donald Trump empezaba a asomar al otro lado de la frontera.
No acababan ahí las comparaciones: el propio Trudeau era de alguna manera el heredero de un legado dentro del Partido Liberal canadiense: su padre, Pierre, había sido primer ministro del país de 1968 a 1984 casi de manera ininterrumpida. El apellido, de origen francófono, significaba modernidad, carisma y algo de política espectáculo. No en vano, Pierre Trudeau fue el único primer ministro que se reunió con John Lennon y Yoko Ono cuando estos hicieron uno de sus “bed-ins” en Toronto en 1969. Supo entender que la popularidad política iba por otros derroteros que no tenían que ver ya tanto con la gestión sino con la publicidad. Su hijo lo aprendió muy pronto.
Aupado por la progresía canadiense, Justin Trudeau acabó con años de gobierno conservador y se postuló como el niño mimado de la prensa mundial. El niño bonito de todos los eventos. En poco tiempo, se ganó un prestigio que no habría de durar demasiado: en 2017, solo dos años después de su elección, Trudeau se había convertido en un político desgastado y abrumado por las crisis internas de su partido y el deterioro de una imagen demasiado expuesta. Su relación con Trump y las tensiones comerciales constantes con Estados Unidos le pasaron tal factura que nadie creía que pudiera repetir mandato en 2019.
Sin embargo, Trudeau sobrevivió, en su primer ejercicio de escapismo. El Partido Liberal, que había pasado en 2015 de 34 a 184 escaños, sufrió una leve caída que le permitió seguir en el poder. Los pactos con los verdes y el apoyo puntual de los partidos francófonos del Quebec aliviaron un tanto la situación política de Trudeau, que vio, como en tantos otros lugares, cómo la pandemia reforzaba su liderazgo. Aupado de nuevo en las encuestas y buscando algo más de libertad legislativa, convocó elecciones anticipadas para el 20 de septiembre de 2021. Su partido soñaba con otra mayoría absoluta.
El caos de los transportistas
No pudo ser. El mismo día en el que la gobernadora general Mary Simon disolvía el Parlamento y se oficializaba la convocatoria de elecciones, los talibanes entraban a fuego y sangre en Kabul, provocando la estampida de las tropas aliadas de la capital afgana, entre ellas, las canadienses. Los conservadores se cebaron con Trudeau, como harían los republicanos con Biden. La huida apresurada dejó en evidencia un enorme fallo de inteligencia militar y puso en peligro la vida de miles de soldados y colaboradores. La campaña se le hizo eterna al primer ministro.
Aun así, Trudeau era Trudeau, un apellido demasiado reconocible. Con el apoyo de Barack Obama, el de Michael Bubblé, el de Ryan Reynolds o el de Meghan Markle, consiguió ganar las elecciones… aunque sin una mayoría suficiente. Volvía la inestabilidad parlamentaria y los acuerdos peligrosos.
Las promesas eran difíciles de cumplir y tenía la sensación de que su propio partido le movía el suelo bajo los pies. La situación económica provocada por la pandemia tampoco ayudó: las protestas se multiplicaron en prácticamente todos los sectores. A principios de 2022, bajo la excusa de oponerse a la vacunación obligatoria de los transportistas, el sector colapsó algunas de las principales ciudades del país. El gobierno quedó contra las cuerdas, incapaz de resistir el acoso de las masas y desprotegiendo a sus ciudadanos.
Dichas protestas sirvieron también para articular movimientos difusos de populismo de ultraderecha, patrocinados en buena parte desde Estados Unidos. Trudeau representaba el liberalismo y el liberalismo se había convertido en el enemigo número uno. Aislado de parte de su propio gobierno, entre dimisiones continuas y con unos índices de aceptación cada vez más bajos, el primer ministro canadiense se limitó a sobrevivir. Lo peor estaba por llegar y suponía, de algún modo, el cierre de un ciclo: pese a su apoyo implícito a Kamala Harris, Trudeau tuvo que ver como Donald Trump volvía a ganar las elecciones. Y Trump no es de los que olvidan fácilmente.
La puntilla arancelaria
Pensar que la dimisión de Trudeau es mérito del presidente electo estadounidense es mucho pensar. La situación ya era dramática para un político encerrado en otra época. Lo que en su momento se había considerado como un activo -los buenos modos, el talante, cierto progresismo woke- se había convertido en algo casi extemporáneo. La derecha alternativa había calado hasta los huesos en Canadá y el líder conservador, Pierre Marcel Poilievre, se consolidaba como favorito para las elecciones de octubre.
Dicho esto, no cabe duda de que el anuncio de Trump de imposición de aranceles especiales a Canadá y la tartamudeante respuesta de Trudeau al respecto han sido la gota que ha colmado el vaso, junto a la dimisión de la ministra de economía, Chrystia Freeland, compañera de viaje de Trudeau durante casi todo su mandato.
Cuando un país se enfrenta a un reto como el que va a presentar Trump, espera algún tipo de liderazgo y encontró a un primer ministro derrotado y confuso. Abrumado por la presión política interna y el martilleo constante de la oposición, Trudeau optó por la dimisión antes de enfrentarse a la derrota en las urnas. Pocos dudan de que, sea en octubre o este mismo invierno, Poilievre le sucederá en el cargo.
La dimisión de Trudeau supone el fin de una era que recorre las últimas seis décadas de la política canadiense. Durante veinticinco de los últimos cincuenta y seis años, un mismo apellido ha gobernado el país con un mismo gusto por las relaciones públicas y la política espectáculo.
Quien venga ahora tendrá que lidiar con un país dividido, en una compleja situación económica y con un vecino que ahora mismo es una incógnita. La respuesta de Trump a la renuncia de Trudeau ha sido, como es habitual, sorprendente: propone que Canadá pase a formar parte de los Estados Unidos.
Poilievre tendrá que elegir entre seguirle el juego a Trump y confiar en que eso ablande al presidente estadounidense o fijar una agenda propia. Para Occidente, es una decisión clave en un momento crucial.
Con los liberales, todos sabían que Canadá sería siempre un fiel aliado contra el autoritarismo y la autocracia. Ahora, no está tan claro. La pésima gestión de Trudeau en su último mandato deja herido de muerte a su partido y de paso a una forma de hacer política, con su tufillo populista, pero dentro de unas coordenadas reconocibles. Buena parte de su legado depende de lo que haga su sucesor durante los próximos cuatro años y qué alianzas elija. El futuro de Canadá está en el aire.