Bollywood siempre ha sido, para millones de indios, una ventana para evadirse de la realidad. En los últimos tiempos, esa ventana se está convirtiendo en un espejo que refleja la realidad.
Es el caso de “Artículo 15”, un film indio que no tiene nada que ver con los bailes vistosos, las canciones pegadizas y el lujo un tanto cursi que son marca de la casa en Bollywood. El artículo 15 es la parte de la Constitución india que prohíbe la discriminación por casta que desde hace siglos divide a esta sociedad en 4 categorías (bramanes, satriyas, vaishias e intocables), 3.000 castas y unas 25.000 sub-castas. El film, que por supuesto ha provocado e incluso podría ser prohibido por el Tribunal Supremo indio, se basa en un hecho real ocurrido en 2014: la violación y asesinato de dos jóvenes “intocables” por parte de bramanes. Como ocurre a veces, esta película ha llegado en un momento en que se reaviva el debate sobre el sistema de castas, después de que una universitaria se suicidase hace un mes por el acoso al que le sometían alumnos y profesores por ser de casta baja.
Que hay un nuevo cine indio es tan cierto como que aún siguen dominando comercialmente las viejas fórmulas del Bollywood que fascina a medio mundo. De los años 80, en que los personajes pobres eran virtuosos y los ricos malvados; de las historias de amor imposible tenían siempre un final feliz; de las heroínas que lucían ojos siempre húmedos y una gota de cera en la cara para simular una lágrima… se pasó con el nuevo siglo al Bollywood pachanguero, estruendoso y pop. En los últimos tiempos, sin embargo, parece emerger un nuevo Bollywood más político, concienciado, polémico y seguramente interesante. Un cine que ayuda a descifrar ese puzle cultural inabarcable que es la India y que podríamos llamar el Bollywood político o Poliwood.
Con más de 1.000 producciones anuales, el cine indio dobla en estrenos a Hollywood y es la mayor industria cinematográfica del mundo. Desde que en los años 90 los bancos indios no querían financiar películas porque eran inversiones demasiado caras y arriesgadas y los productores tuvieron que pedir préstamos a las mafias, hasta la explosión de glamour y lujo que cristalizó en 2014 con Slumdog Millionaire (Danny Boyle, 2008, 8 Oscars), la transformación del cine indio ha sido constante. El cine indio mueve más de 1.500 millones de euros al año (aunque vende casi el doble de entradas), y eso significa poder. Y donde hay una tarta de poder, suelen aparecer los políticos con el cuchillo para repartírsela. Los “Filmfare”, premios equivalentes a los Oscar que premian al “mejor héroe”, “mejor villano” o al “mejor número de baile” deberían tal vez incluir un galardón para el mejor “actor-político”, una categoría en la que competirían muchos candidatos.
Por lo menos una docena de actores indios (no solo de Bollywood, que es el cine hindú, sino también del cine tamil o bengalí) han tenido una carrera política de altura: desde ministros y parlamentarios hasta jefes de gobiernos regionales de estados como Tamil Nadu, con 70 millones de habitantes. Fue el caso de la legendaria actriz Jayalalitha, que después de protagonizar 140 films decidió cambiar el celuloide por la arena política en 1982. Dirigió el destino de Tamil Nadu durante más de 14 años y cuando retiró su apoyo al gobierno nacional en 1999 hizo que se anticipasen las elecciones. Su retrato aún aparece en los pósteres electorales del partido Dravidiano, que fue fundado en 1972 por otro actor, Ramachandran, y es aún el partido que gobierna en Tamil Nadu.
Una investigación encubierta llevada a cabo por un medio independiente indio consiguió grabar en vídeo a 36 famosas estrellas del cine indio negociando con políticos su apoyo en tuits, declaraciones públicas o apariciones frente a las cámaras. En algunos casos incluso se firmaba un contrato que llega a reportar más de dos millones de euros por ocho meses de “militancia”. El dinero se pagaría en cuentas extranjeras y los acuerdos podrían incluir favores especiales, como la ciudadanía india para los cónyuges. Uno de estos actores, Vivek Oberoi, está rodando una película biográfica en la que encarna al primer ministro indio, Narendra Modi. La llamada "operación karaoke" (un nombre muy certero) ha puesto en evidencia algo que se sospechaba desde hace años y nunca hasta ahora había sido probado.
La invitación a soñar que ofrece una película a veces no está muy lejos de la utopía prometida por los políticos. Por eso no es raro que el poder se aproveche del brillo de las estrellas para deslumbrar a los votantes… o que los actores se amparen en la sombra de los poderosos para tener un pie en las alfombras rojas y otro en las moquetas de los despachos. Cuando, como ocurre en la India, el 43% de los parlamentarios elegidos están inmersos en juicios criminales (casi siempre de corrupción), a la imagen de los políticos les viene muy bien una constelación de estrellas brillando a su alrededor para que no se puedan ver las sombras que proyectan sus actos. El BJP (partido en el gobierno) ha sabido mantener en su órbita a casi todos los dioses terrenales del “Olimpo Bollywood” y, por ejemplo, durante la última campaña electoral, Akshay Kumar, uno de los rostros más conocidos de la India, entrevistó al por entonces candidato Narendra Modi dejando claro que no iba a haber “preguntas políticas”. La complaciente entrevista incluyó opiniones sobre mangos, bromas y clásicos del cine cuando se estaba a pocos días de las elecciones más importantes de los últimos tiempos en ese país. En apariciones similares, Kumar y Modi gustan de declararse fervientes patriotas, aunque el actor cambió su nacionalidad a canadiense hace poco y el primer ministro sigue sin responder a la matanza de miles de musulmanes durante su mandato en la región de Gujarat, de la que fue responsable.
“How is the josh? (¿Cómo están los ánimos?)”, preguntó precisamente Modi a la muchedumbre reunida en un mitin hace poco. La frase, que se ha convertido en la contraseña patriotera de moda en la India, estaba sacada de un film (“Uri”) que cuenta en clave nacionalista la operación militar de castigo que el ejército indio llevó a cabo en 2016 contra terroristas en Cachemira. En el film aparece el mismísimo Modi retratado como un personaje heroico y el éxito de “Uri” ha sido tal (más de 30 millones de recaudación) que casi todo el equipo de gobierno –sobre todo, naturalmente, el ministro de Defensa- ha utilizado la muletilla (que mezcla inglés y hindi) en sus comunicaciones, declaraciones y tuits. Durante la campaña electoral, el premier indio se fotografió con casi todas las estrellas de la gran pantalla mientras se multiplicaron los estrenos con hindúes “buenos”, musulmanes “malos” e hindúes del BJP “muy buenos”. Sin embargo, Shah Ruh Khan y Aamir Khan, los actores más apreciados por la crítica y auténticas leyendas vivientes, osaron mostrarse críticos con la campaña de odio orquestada desde las altas esferas, fueron acusados de “anti nacionales” por líderes del BJP. Ambos “Khans” son musulmanes y se han negado a cambiarse el nombre por otro más “hindú”, al contrario de lo que era costumbre en Bollywood.
La tradición, como en muchos otros aspectos de la vida india, tiene un gran peso en el cine de este país. Hasta el año pasado, era obligatorio que antes de la película se proyectase una imagen de la bandera india al compás del himno nacional y todos los espectadores debían permanecer de pie y en silencio. Y los directores aún tienen que remitir un formulario al departamento de censura especificando si parte del rodaje se ha hecho en Sudáfrica (prohibida desde los tiempos del “apartheid”) o Rodesia (un país que dejó de existir hace medio siglo). Las leyes no escritas de Bollywood dicen que en la “familia del cine” no hay infidelidades amorosas ni rivalidades profesionales. “La mujer india no besa”, dice textualmente el folleto de instrucciones de la oficina de censura. Y durante décadas los directores se las han apañado para contar historias de amor sin besos en pantalla.
En un país con un 40% de analfabetos y 300 millones de pobres, las más de 15.000 pantallas de cine que hay ejercen una atracción irresistible para gran parte de la gente, que no tiene otra forma de diversión comparable. El cine es también un escaparate de las modas y modos que transpiran desde el resto del mundo a la milenaria india; es también el vehículo perfecto para los mensajes con moraleja y la propaganda política. Cuando en Jaipur, Calcuta o una aldea de Uttar Pradesh se ilumina una pantalla y la sala se queda a oscuras, los espectadores se transforman en Amitabh Bachchan, Aiswarhya Ray o Govinda y, la mayoría de ellos, se contentan con quedar deslumbrados por la belleza, el lujo y el exceso que les redima durante unas horas de una vida difícil y sin final feliz garantizado. Si el film es una oda al militarismo, contiene culto a la personalidad de un político o incita al enfrentamiento con los “malos” oficiales, el mensaje calará hondo junto al estribillo de la banda sonora.
Al igual que Dawood Ibrahim, el gángster indio que se dedicó durante años a financiar películas de Bollywood en las que aparecía su alter ego haciendo el bien y sus enemigos muriendo de todas las maneras posibles, los políticos indios, especialmente los poderosos, tienen pocos escrúpulos a la hora de auparse al estatus de superestrella y eclipsar el talento de los actores de verdad.
Afortunadamente, el cine también puede servir para romper las fronteras que van más allá de los límites de la pantalla. En 2008, después de 43 años de prohibiciones, se estrenó en la India un film paquistaní. Se trata de “Khuda Kay Liye” (En el nombre de Dios), la historia de dos hermanos musulmanes que toman caminos opuestos y mientras uno de ellos acaba siendo un talibán, el otro emigra a Estados Unidos y se busca la vida como músico. Los periódicos indios se hacían eco de los comentarios escuchados en las salas de cine: “no sabíamos que en Paquistán la gente tenía casas tan buenas; en realidad no sabíamos nada de Paquistán”. La opinión que expresó un guionista indio sigue vigente: “la ignorancia crea la sospecha y la sospecha crea el odio; de ahí nacen los peores villanos”.