Kazajistán escribe su futuro sobre una historia nómada, un pasado soviético y un difícil equilibrio entre dos mundos
- El país más grande y más rico de Asia Central explora una identidad restaurada sobre sus ancestros de las estepas y sus yacimientos de petróleo.
- Más información: La OCS: ¿cumbre multilateral o plataforma para las ambiciones de Putin y Xi?
En unos días en Almaty y las afueras se aprende, por ejemplo, que a los kazajos les gusta la lluvia por la tarde en un día de calor; que beber leche de camello es como beber un queso azul, sólo que más amargo, y que en algunos lugares su olor protege la casa familiar de los malos espíritus; que las estrellas eran mapas de viaje cuando todos eran nómadas, y que las ropas, como las armas, se escogían para recibir al enemigo —y, con fortuna, para expulsarlo—; que las historias de valor y aprendizaje se transmitían con la música, así que convenía memorizarlas a riesgo de perderlas para siempre; que la melancolía está en todas partes, y que casarse significaba, a menudo, separarse de los padres y no volver a verlos jamás; que hay unas canciones más populares que otras, como es natural, y que quizá la más triste canta la historia de un hombre que marcha a la guerra a lomos del caballo, con la mirada atrás y sin perder de vista a su esposa, hasta que la pierde, y entonces no deja de verla en todas partes, en las estepas y en el horizonte, en el surco de los ríos y en las colinas más altas.
Las tribus son importantes en Kazajistán, incluso ahora, y los kazajos se cuidan de respetar al menos siete generaciones antes de arremolinarse entre miembros, dicen, para asegurar la salud de los hijos. En unos días en Almaty y las afueras se aprende, también, que el orgullo de la nación está en la caza con águila, en las manzanas gigantes, en la doma del caballo. Pero Aisha Shakenova, una joven guía de la compañía itraveler.kz, a paso lento por las calles de la vieja capital, entre edificios bajos a prueba de terremotos, resume que el orgullo de la nación está, ante todo, en los antepasados.
Las referencias a los nómadas de las estepas, hijos de Gengis Kan, están en cada escuela y cada plaza, y contrastan con los asentamientos lujosos y excéntricos cada vez más habituales en el país, especialmente en la nueva capital: Astaná. El caso más gráfico del experimento es el centro comercial Jan Shatyr, una yurta colosal de trescientos millones de dólares, diseñada por el arquitecto Norman Foster, con decenas de negocios occidentales y hasta una torre de caída libre en su interior.
Un español fue, y es, testigo de estos cambios. “Vine a Kazajistán”, dice monseñor José Luis Mumbiela, obispo de Almaty, “y no había nada”. Desde su pequeña y acogedora iglesia en un bajo de la ciudad, sin cruz que presida o distinga la fachada, a ocho mil kilómetros de casa, el obispo recuerda.
El proceso de liberación
En 1998, con 28 años, el joven Mumbiela cayó en esta inmensidad de tierra sin acceso a grandes mares, a medio camino entre dos mundos, sin conocer media palabra de kazajo o ruso y apenas acompañado de una pregunta abrumadora, ¿qué es Kazajistán? Si los bálticos aprovecharon la debilidad del régimen comunista para levantarse contra la autoridad de Moscú y reclamar su soberanía, cosa que recuperaron en la primavera de 1990, los kazajos salieron de la Unión Soviética a regañadientes, o al menos sin entusiasmo, un año y medio más tarde, en diciembre de 1991.
Los kazajos fueron los últimos en abandonar la sala y el poder siguió en las mismas manos, las de Nursultán Nazarbáyev, sin ánimo de incomodar a los rusos ni de someterse a su escrutinio, hasta 2019, cuando el presidente cedió el testigo al diplomático y políglota Kassym-Jomart Tokáyev.
Lo que vino entre tanto, y en adelante, fue una historia de reformas económicas y políticas progresivas, el apuntalamiento de un régimen autoritario con apariencia de democracia presidencialista —no alcanza la opresión del chino, el ruso o el saudí; pero, durante las duras protestas de 2022, por ejemplo, el Gobierno ordenó el apagón de internet y recurrió incluso a tropas rusas para sofocar las revueltas, dejando un número nunca clarificado de muertos y encarcelados—, la exploración y la explotación de los recursos naturales del Caspio y las estepas, la apertura al mercado global, la conexión por todos los medios de las principales ciudades, la restauración de la identidad propia, el impulso de la lengua kazaja y, por acortar la lista, la simbólica renuncia a la capitalidad para Almaty. Aquello fue algo más que un arreglo burocrático; los kazajos levantaron una ciudad de cero y la llamaron Astaná —significa Capital en la lengua local, literalmente—.
Hay quien dice que era inevitable, que Almaty no es un lugar donde tener una capital. Los terremotos son tan frecuentes —tan frecuentes que el último fue en marzo, con una magnitud de 6,1 en la escala de Richter, con el epicentro a 30 kilómetros— que los soviéticos rara vez se arriesgaron a edificar bloques de más de cinco alturas. Pero los motivos no son geológicos, en realidad, sino geopolíticos.
La restauración de la identidad
Los nacionalistas chinos anhelan, o anhelaron, la anexión del sureste del país, donde está Almaty, así que era prudente alejar la capital de sus fronteras. Almaty, para colmo, está demasiado lejos de las tierras del norte, ambicionadas por los nacionalistas rusos, así que convenía llevar la capital lo suficientemente cerca del vecino como para enviar un mensaje. El dinero no fue un problema. La exportación de uranio, petróleo y gas, entre otras riquezas, financió la invención de Astaná, y el resultado, un par de décadas después, es una urbe administrativa de construcciones titánicas, un enorme decorado de amplias avenidas y monumentos atípicos todavía en busca del alma de ciudades como Almaty.
“El país”, dice el obispo, recordando la precariedad de sus primeros días, “ha cambiado por completo”. Antes Kazajistán se cerraba al mundo y ahora se abre, y marca ciertas pautas. Ahora planta, a cada oportunidad y en cada esquina, la bandera que sustituyó a la soviética, con el azul del cielo y el águila dorada de las estepas, con el patrón ornamental de sus ancestros y el sol brillante de los pueblos túrquicos, como los mongoles, los tártaros o los uigures, a los que llaman familia.
Los locales, al ser preguntados, lo repiten: es patriotismo. Y no cuesta demasiado esfuerzo identificar en la exaltación de la tradición y la tierra, de la lengua que los acerca a sus hermanos de las estepas y los separa de los invasores, el proceso poscolonial que conocieron unas naciones antes y conocerán otras después. Claro que los cambios no sólo ocurren dentro, se multiplican fuera. El mundo se parte en dos bloques, con ellos en medio, y en Astaná los hombres de poder hablan de “una política exterior multilateral”, de “ser amigos de todos”, de ser “un puente” entre Oriente y Occidente. ¿Por qué, se preguntan, no iba a ser posible? Confían en que lo sea. “Vivimos al lado de los chinos y los rusos desde hace siglos, y nunca tuvimos conflictos con nadie”, sostiene un diplomático kazajo. “Sabemos manejar esto”.