Suena música africana en medio de los edificios de colores. Un hombre trae en un carro las provisiones para una de las tres tiendas de ultramarinos que alimenta a la población y un corrillo espera, entre cigarro y cigarro, a que salgan las patatas fritas que le han encargado a Ali. Suyo es el quiosquillo del centro de la plaza, desde el que a través de un viejo televisor, inunda el vecindario de ritmos sudaneses. “Llevamos mucho tiempo aquí, así que de algo hay que ganarse la vida”, reniega.
Ali no quiere hablar mucho más, porque ya han venido a preguntarle “muchas veces” y “no ha cambiado nada”. El barrio dista mucho de ser una feliz aldea, los edificios de colores son en realidad cuatro bloques de apartamentos de siete u ocho pisos y el cielo que lo cubre tiene el color plomizo de las ciudades del norte de Italia. Al lado están las vías del tren y una antigua fábrica de Fiat, que en su momento daba trabajo a decenas de miles de personas y hoy es un decadente centro comercial.
Las residencias fueron construidas a principios del siglo XXI como villa olímpica para los atletas que compitieron en los Juegos de Invierno de Turín 2006. Existe un amplio consenso en la ciudad que señala este hito como el verdadero elemento transformador de una urbe industrial en una moderna capital. Pero la realidad es que estas construcciones que sirvieron como base del cambio se caen a pedazos y desde 2013 están ocupadas por unos 1.200 refugiados.
En los edificios falta luz, aunque cada uno se las ha ido apañando para disponer de lo que en este contexto se entiende como básico. Es decir, un colchón y un hornillo con el que calentar té o café. La ingeniería imaginativa les ha permitido a algunos instalar un fregadero o conectar aparatos eléctricos. De dónde sale la corriente es un misterio, pero cables y tomas de todo tipo cuelgan por todas partes.
Abajo, en la plaza, Dawda cuenta que él no vive aquí, sino que viene por temporadas a alojarse en un piso ocupado por sus amigos. “Llegué a Italia en 2011, me dieron el estatuto de refugiado y trabajo seis meses al año en Nápoles, en el campo”, explica. Después, ante la falta de una vivienda, viene al norte, donde no encuentra un empleo.
En el sur de Italia existe un fenómeno llamado caporalato, por el que grandes terratenientes explotan a los braceros por unos dos euros a la hora. El eslabón débil se compone generalmente de inmigrantes, mientras que del otro lado suelen estar las mafias.
Dawda llegó de Burkina Faso, él solo, sin su familia. Y aunque entre el millar de refugiados que ocupan la barriada habrá medio centenar de menores y alguna que otra mujer embarazada, su perfil responde al de la mayoría. Generalmente son hombres, que llegaron en la primera oleada migratoria, provocada por el inicio del caos en Libia tras la caída en 2011 de Muamar al Gadafi. Proceden de una treintena de nacionalidades distintas, aunque priman los somalíes, malienses, eritreos y etíopes.
La mayoría son hombres, llegaron en la primera oleada migratoria que causó la caída de Gadafi en Libia.
En aquel momento, conseguir el estatuto de refugiado era más sencillo que ahora, por lo que casi todos los nuevos habitantes de la villa olímpica son residentes legales en Italia y hablan el idioma local sin dificultad. A diferencia de los llegados recientemente, su deseo no es continuar su camino al resto de Europa, sino encontrar un trabajo en este país en el que ya tienen sus documentos en regla.
Por eso, su desalojo no es tan sencillo. La administración local de Turín lleva años amagando con ello, pero aún no han encontrado un plan ordenado para su reubicación. El pasado año el ayuntamiento pasó a manos de Chiara Appendino, del Movimiento 5 Estrellas, que habla de un desmantelamiento progresivo y posterior realojo en un centro de acogida de la ciudad. El problema es que el Piamonte –cuya capital es Turín- es la segunda región, por detrás de Lombardía, en cuanto a número de migrantes acogidos y los centros están a rebosar.
Lo que piden, por tanto, en la peluquería instalada en los bajos del edificio de color naranja es que les ofrezcan un hogar de verdad. Y como nadie se lo ha planteado no quieren recibir a nadie más de fuera. El corte de pelo lleva sello africano. Los refugiados se han organizado por comunidades. Además del barbero, hay un sastre, un soldador y varios tenderos, a los que fotografiarles es misión imposible. La palabra periodista lleva aparejada una invitación a tomar la puerta, donde espera, en la calle, un grupo de soldados apostados junto a un vehículo militar.
El ejército lleva desplegado en las ciudades de Italia desde los atentados de París de 2015. Sin embargo, este grupo tomó posiciones hace meses. En un quiosco del otro lado de la calle y en la pescadería de al lado dicen que los refugiados no generan ningún problema. Aunque en ocasiones una chispa provoca un ruido mediático desmesurado.
Ocurrió a finales del año pasado, cuando una discusión en un bar cercano frecuentado por ultras del equipo del Torino acabó con algunos incidentes aislados y una semana con las cámaras de televisión de visita en el barrio. Ambiente de periferia, inmigración y el eterno debate sobre la integración. Elementos clave para el reportaje de alcance.
Nicoló Basile es miembro de un grupo de voluntarios llamado Comité de Solidaridad para los Refugiados y Migrantes. Y enseguida se ve que es el único con verdadera autoridad en el barrio, porque los recelos terminan con su presencia. “Organizamos talleres, les ofrecemos lecciones de escuela, nos servimos de asociaciones como Médicos Sin Fronteras para realizar controles sanitarios…”, enumera. “Lo que se puede”, en resumen.
Como italiano, los refugiados de distintas nacionalidades respetan a Nicoló, pero no siempre hay colaboración. Junto con otro par de voluntarios, el joven va llamando puerta por puerta para animar a sus inquilinos a que acudan a una manifestación en la que se reivindica el derecho a una vivienda. Se celebra un par de horas después, es la una de la tarde y alguno todavía aparece de entre las mantas. “Vale, vale”, responden a la invitación. En la plaza, el ágora donde se cuecen las decisiones, Ali, el dueño del quiosco reflexiona: “¿para qué? No va a cambiar nada”.