El pasado 8 de junio la primera ministra británica y líder del Partido Conservador, Theresa May, evitó ver la encuesta a pie de urna por una cuestión de “superstición”. De poco sirvió.
La encuesta, diseñada por un profesor de la universidad escocesa de Strathclyde, auguraba que los tories perderían la mayoría en el Parlamento de Londres en vez de multiplicar su poder como ansiaban.
Philip, el marido de May, fue el encargado de dar la mala noticia. La abrazó y entonces la dirigente llamó a las oficinas centrales del partido para comprender qué estaba ocurriendo.
“Me llevó unos minutos procesarlo”, ha desvelado en una entrevista con BBC Radio 5. “Me sentí desolada”.
La primera ministra, cuyo futuro al frente del país se ha visto cuestionado por la debacle electoral, ha confesado que lloró “un poco” al enterarse de los pronósticos.
También ha admitido que “sabía que la campaña no iba bien del todo”.
May, que convocó elecciones anticipadas cuando las encuestas le otorgaban una mayoría de más de 100 escaños, ha sido muy criticada por su estrategia electoral.
La conservadora rehusó participar en debates con otros candidatos, se ciñó al guión en sus mensajes y planteó un programa electoral que levantó ampollas entre los ciudadanos.
Por ejemplo, se vio obligada a dar marcha atrás a una propuesta para financiar el sistema de asistencia a dependientes en Reino Unido que fue rápidamente bautizada por la oposición como el “impuesto sobre la demencia”.
El Partido Laborista de Jeremy Corbyn, sin embargo, creció en más de una treintena de escaños a costa fundamentalmente del Partido Conservador, que ahora debe apoyarse en el Partido Unionista Democrático (DUP) de Irlanda del Norte para sacar adelante su agenda legislativa.