¿Macron habrá leído a Kojève? Alexandre Kojève, para quien no lo conozca, fue un filósofo ruso que se instaló en París a principios de los años treinta del siglo pasado y que, en poco tiempo, se consagró como el primer gran comentarista de Hegel.
Medio filósofo, medio espía, una especie de Sócrates cuya obra era esencialmente oral, fue uno de los reyes secretos del pensamiento del siglo XX. Maestro de maestros, entre 1933 y 1939, en su seminario dedicado a La fenomenología del espíritu, se reunieron todos los miembros más eminentes de la intelectualidad francesa, desde Sartre a Merleau-Ponty, desde Jacques Lacan a Roger Caillois, Georges Bataille o Raymond Queneau.
Y resulta que este extraño y misterioso filósofo, algo estafador y sulfuroso, que creía que no era Napoleón sino Stalin quien encarnaba el fin de la Historia, y materializó en 1945 el fin de la filosofía; entró en el Ministerio de Economía y se pasó a la acción pública.
En aquel momento, escribió un texto poco conocido y, en verdad, casi imposible de encontrar hasta que La Règle du jeu, mi revista, lo desenterró en 1991, en su primer número: El Imperio latino.
¿De qué trataba el texto? La reflexión de Kojève parte de la premisa de que el colapso de la Alemania nazi marca el fin de la historia de las naciones tal como las entendíamos.
Añade que, sobre las ruinas de dichas naciones, se reabre la historia de los imperios, que es la única capaz de responder a los retos que se le imponen a la humanidad de la posguerra.
Identifica dos imperios, el ruso y el anglosajón, en proceso de asegurar su dominium sobre el resto del mundo.
Ve a la nueva Alemania, que pronto se partirá en dos, en la RDA y la RFA, oscilando entre ambas potencias, incapaz de elegir entre sus dos tropismos.
Y, teniendo en cuenta que los países anglosajones se erigen sobre el protestantismo y la importancia que se le da al valor del trabajo; que Francia e Italia son herederas, aunque solo sea por su lengua, del catolicismo romano y, antes, de una Antigüedad que celebraba el ocio y la estetización de la existencia; creyendo que, en contra del supuesto tácito que rige la historia de la posguerra, el modelo anglosajón no es en absoluto superior al latino, y que el mundo será más bello, más noble y más humano si permite que surja un Imperio latino, cuya vocación no sea la de dominar a nadie, sino la de hacer brillar de nuevo los grandes ejemplos romanos y griegos; partiendo de esas premisas, por tanto, y vehiculándolas con un estilo analítico y gélido, Kojève propuso que Francia sentara las bases de una gran alianza en torno a lo que en su día se llamó el Mare Nostrum, mirando hacia España y, sobre todo, hacia Italia.
Pues ahí estamos, justo ahí.
Y me pregunto si Emmanuel Macron habrá leído o no a Kojève, porque a los grandes textos les pasa como a los acontecimientos históricos: necesitan tiempo, y a menudo el tiempo de la vida de un hombre, para desplegar todo su sentido; y porque el mundo parece estar, 75 años después de la publicación de esas páginas tan legendarias, exactamente en el punto que Kojève había predicho.
Ahí tenemos al Imperio ruso, aliado con otros cuyo ascenso no había previsto, reafirmándose en la escena mundial.
A los grandes textos les pasa como a los grandes acontecimientos históricos: necesitan tiempo
Ahí está Estados Unidos que, retirándose ante los rusos y sus nuevos aliados otomanos, persas, chinos y a veces árabes, se repliega sobre su línea de defensa anglosajona, como en el asunto de los submarinos australianos.
Ahí está Alemania, tanto la Alemania de Angela Merkel como de quien pronto la sucederá, que afirma al mismo tiempo su dependencia energética de Rusia y su estatus estratégico de satélite estadounidense.
Y ahí tenemos el anuncio, para las próximas semanas, de un Tratado del Quirinal entre el presidente de la República francesa y su homólogo italiano, supuestamente basado en el Tratado del Elíseo, que rige las relaciones francoalemanas, pero que me recuerda, sobre todo, tres cuartos de siglo después, al plan de Kojève.
Porque una de las dos cosas ha de ser cierta.
O bien los firmantes del Tratado de Quirinal no se han leído a Kojève, y este será un tratado más, un difuso acuerdo comercial, un acontecimiento sin consecuencias de calado. O bien, sí que se lo han leído.
La parte francesa, en particular, sabe que Francia alcanzó toda su grandeza cuando se calentó a la lumbre del Renacimiento y del humanismo filosófico transalpino.
Partimos del principio de que no habría habido poesía francesa sin Petrarca; ni Poussin sin Roma; ni Montaigne, ni siquiera Descartes, sin la liberación de la mente por parte de Ficino y Bruno.
Partimos de la idea de que, entre las naciones del sur, existe una comunidad de valores, de civilización y de metafísica que, si se desarrolla y se pone en práctica, contrarrestará el creciente empobrecimiento de las posibilidades humanas.
Y entonces, los sarpullidos, los roces egoístas entre culturas, los cálculos, darán paso a una verdadera visión; le daremos a esta riqueza compartida la oportunidad de asumir responsabilidades; y, sin poner en duda, por supuesto, los logros históricos del eje francoalemán, la oportunidad se transformará en un éxito y el acontecimiento tendrá un alcance metapolítico.
Para Francia, esta será la última oportunidad de evitar el abismo: el del desclasamiento, el de quedar reducida a una potencia enana y el de la extinción de la gran política ante las fauces del clamor del soberanismo y el populismo.
Y para Europa y los europeos, este será uno de los pocos puntos de luz en un paisaje cada vez más desolado y yermo: ¿acaso no tenemos únicamente dos opciones: optar por esa vía o resignarnos al destino de las estatuas de sal?