Melitópol es una ciudad de poco más de 150.000 habitantes situada en el sur de Ucrania, a pocos kilómetros del territorio ocupado por Rusia en 2014 perteneciente a la península de Crimea. Junto a Jersón, fue una de las primeras ciudades mínimamente importantes en caer en manos del Ejército de Vladimir Putin, pero al contrario de lo sucedido en la capital regional, los agresores no se encontraron con la complacencia de los líderes locales. Al contrario, el alcalde, Ivan Fedorov, se negó a colaborar con el Ejército invasor, llamó a la resistencia de la ciudad y, en consecuencia, fue secuestrado el viernes 11 de marzo, con una bolsa en la cabeza en plena plaza del ayuntamiento.
Fedorov pasó seis días en un pequeño habitáculo dentro de la prisión local de Melitópol, escuchando cómo torturaban a otros detenidos y desconectado por completo del resto del mundo. Su obligación era salir ahí y reconocer la adhesión de su ciudad a la Federación Rusa, pero él no dejaba de negarse. Fedorov tuvo suerte. Su secuestro fue registrado por cámaras de seguridad, el presidente Zelenski denunció la maniobra inmediatamente e incluso un grupo de eurodiputados exigió a Rusia su liberación. Su caso se convirtió en una cuestión de estado, hasta el punto de que, al final, Ucrania aceptó un intercambio de nueve presos rusos a cambio de la libertad del alcalde.
No tuvo tanta suerte Olga Sukhenko, alcaldesa de Motizhin, a escasos 50 kilómetros al oeste de Kiev. Su cuerpo apareció en una fosa común este lunes junto al de su hijo. Unos metros más allá, en una alcantarilla, se encontró el cadáver de su marido. Los tres presentaban signos de violencia antes de su muerte a manos del Ejército ruso. Es un patrón que vemos repetido a lo largo de todo el país: según el Gobierno ucraniano, hasta 11 alcaldes siguen ahora mismo secuestrados por las tropas invasoras. Probablemente, sean más.
Una importancia decisiva
¿Por qué esta obsesión y esta crueldad hacia los representantes populares en las ciudades que Rusia ha ido ocupando? La razón es muy sencilla: Ucrania es un país enorme que está viviendo una guerra con innumerables frentes, con batallas ciudad a ciudad y casi barrio a barrio. Rusia no puede ir ocupando cada ciudad y pretender colocar una nueva autoridad que obedezca sus órdenes. Sería un trabajo tremendo y larguísimo. Necesita, como sea, colaboración interna. Y ahí es donde entran en juego los distintos alcaldes.
Pongamos el ejemplo de Jersón, de nuevo, donde el Ejército ruso entró a finales de febrero ante la rendición de la ciudad por parte de sus autoridades. ¿Cuántos muertos ha evitado a Putin esa decisión? La alcaldía es la representación del Estado en la ciudad de turno. Vencer al alcalde es vencer al Estado. Conseguir su colaboración es poner los medios del enemigo en tu provecho. Lo contrario es Mariúpol: semanas y semanas de lucha sin cuartel, miles de muertos por ambos bandos, mercenarios y voluntarios chechenos intentando "limpiar" la ciudad de cualquier resistencia.
Ante la imposibilidad de ir a por Kiev, Putin tiene que conformarse con atacar la autonomía ucraniana allá donde tiene oportunidad. Cuando el Ejército ruso entra en una ciudad, exige de las autoridades lealtad absoluta. Sin esa lealtad, pueden perder el control de la ciudad en cualquier momento. Es una decisión forzosamente traumática: ¿traicionar a tu país y jugártela a un posible ajuste de cuentas posterior si giran las tornas... o negarte a colaborar y acabar en una fosa común con un disparo en la nuca?
Y, sin embargo, no deja de ser una decisión vital en el transcurso de la guerra. Ucrania cuenta con la rebelión popular; sin ella, el poder de la fuerza bruta acabará triunfando. Rusia cuenta con la sumisión; sin ella, la campaña se haría aún más larga y tortuosa. De ahí que presione de esta manera.
Dos tipos de ucranianos
Cada alcalde secuestrado, cada alcaldesa torturada y asesinada sirve de ejemplo para los demás alcaldes de la zona. La guerra de Putin es una guerra de terror hacia los civiles y eso incluye a los máximos responsables de cada ciudad ocupada. No hay piedad con los que no obedecen. No puede haberla si se quiere que, en el siguiente pueblo, el alcalde de turno acepte las condiciones que exigen las tropas de ocupación. El miedo a ser el siguiente es un miedo muy poderoso. Si el Ejército no es capaz de defender la ciudad, se preguntarán muchos, ¿por qué tengo que defenderla yo con mi vida?
Aun así, hay diferencias en el trato que no son casuales. Volvamos al caso de Melitópol e Ivan Fedorov. Hablamos de una ciudad que es parte de la Novarossiya ("Nueva Rusia"), un hombre cuya lengua materna es el ruso y del que, en principio, habría de esperar algo de colaboración. Más allá de la suerte, Fedorov se valió de la paciencia de los mandos con alguien que creían que tarde o temprano entraría en razón. En ese sentido, el destino de Olga Sukhenko, como el de tantísimos civiles enterrados en fosas comunes por un Ejército ruso en estampida alrededor de Kiev, tiene mucho que ver con su condición étnica.
Putin y sus ideólogos siguen con su retórica por la cual los ucranianos son nazis por definición, un mensaje que los nacionalistas rusos llevan vendiendo desde la II Guerra Mundial. Todos son nazis y todos odian a los rusos. En el Kremlin, esperaban que al menos en el sur y en el este del país, donde hay una mayoría rusófona aplastante y donde los candidatos apoyados por Rusia arrasan en cada elección, les recibieran con alivio y complicidad. No entienden por qué no ha sido así, y quizá de ese sentimiento de traición parta la violencia con la que se han empleado en la zona. Ahora bien, el oeste del Dniéper sigue siendo para ellos tierra de bárbaros imposibles de redimir. Sukhenko y compañía. Todo lo que veamos en el frente oriental hemos de entender que se multiplica en el occidental. Para los rusos, los resistentes de Járkov, de Odesa, de Mariúpol o de Dnipro son "hermanos descarriados"; los del resto del país son animales. Punto.
Vitali Klitschko, el ejemplo de la resistencia
A esto hay que añadir la importancia que de por sí tiene la autoridad local en un país con distintas culturas y distintas tradiciones. Un país a menudo ingobernable y con una tendencia peligrosa a la corrupción desatada. El alcalde tiene una autonomía considerable y su cargo no depende del partido de turno. Pongamos un ejemplo extremo: Vitali Klitschko, alcalde de Kiev, y presidente de la Alianza Democrática por la Reforma. Klitschko, carismático exboxeador, funciona casi como una entidad separada dentro del mapa nacional ucraniano. Es alcalde de Kiev desde 2014 y fue reelegido masivamente en 2020. Su partido, sin embargo, no consiguió ni un solo asiento en las elecciones parlamentarias de 2019.
Klitschko, héroe de la defensa de Kiev, ha sido amigo de Poroshenko y enemigo de Poroshenko. Ha criticado duramente a Zelenski y ahora colabora con él en la lucha contra el enemigo común. En sus sueños está convertirse en presidente de su país e integrarlo en la Unión Europea. Nunca ha sido ambiguo respecto a sus intenciones... pero, de momento, lo que triunfa en Kiev no lo hace en el resto del país. Veremos qué pasa después de esta guerra. Veremos, de entrada, qué territorio sigue bajo control del Gobierno de Ucrania y si no cae a su vez en una especie de autocracia, de ley marcial constante.
Si las matanzas y secuestros de alcaldes por parte de los rusos pretenden ser una invitación a la rendición de las autoridades locales, la valentía y el arrojo de Klitschko, un hombre que lo ha ganado todo en la vida y que bien podría haber salido corriendo de esta, es un ejemplo de lo contrario. Un ejemplo para todos esos alcaldes de Donetsk o de Lugansk o de Dnipropetrovsk o de Zaporiyia o de Mykolaiv que ven cómo el frente se acerca poco a poco a su ciudad y no saben bien cómo vencer el pánico.
Un territorio rebelde es un territorio que obliga a desplegar tropas y gastar recursos. Un territorio sumiso es un territorio que puedes dejar atrás con total confianza y seguir la conquista. De esta decisión entre rebeldía y sumisión por parte de las autoridades locales depende buena parte de esta guerra. Los ucranianos lo saben... y los rusos, también.