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Asomado al Bósforo en la parte europea de Estambul, el barrio de Besiktas acogió el pasado martes a los negociadores ucranianos y rusos. El presidente Tayyip Erdogan ejerció de anfitrión, pero no dio la mano a nadie. No era descortesía, sino cautela. De hecho, pocas horas antes el jefe de la diplomacia ucraniana, Dmitro Kuleba, había recomendado "a cualquiera que negocie con la Federación Rusa que no coma ni beba nada y evite tocar cualquier superficie".
Ese aviso a navegantes venía a cuento de que el día anterior el Wall Street Journal revelaba que el oligarca ruso Roman Abramóvich y dos miembros del equipo negociador ucranio habían sido envenenados. Esta vez, una advertencia.
El Mossad o la CIA no se quedan atrás cuando se trata de asesinatos selectivos, pero el veneno es una especialidad de los servicios secretos rusos. Aparecido en el siglo XI en las luchas de sucesión entre príncipes, su uso alcanzó el paroxismo bajo el primer zar, Iván el Terrible (1530-1584). El tirano loco llevó a cabo una purga envenenando al por mayor, camuflando el veneno letal como si fuera un inocente y suculento caramelo, incluso atacando a sus amigos de la infancia.
En 1916, en el palacio peterburgués del príncipe Félix Yusúpov, varios nobles envenenaron a Rasputín. Lenin revivió la tradición al ordenar la creación en 1921 de un laboratorio de venenos, llamado Oficina Especial.
El Laboratorio X
Ya en el estalinismo, la Oficina Especial fue rebautizada como Laboratorio X. Su supervisor, Pavel Sudoplatov, jefe de espionaje de Stalin, estuvo en la Guerra Civil española y se implicó en el reclutamiento de Ramón Mercader para asesinar a Trotski, además de dirigir operaciones secretas contra la Alemania nazi y robar información del 'Proyecto Manhattan' para la construcción de la primera bomba atómica.
Los esfuerzos del Laboratorio X se dirigieron originalmente a producir venenos en masa para el campo de batalla hasta que el KGB concluyó que las sustancias funcionaban mejor en disidentes. Los líderes soviéticos daban las órdenes de ejecución y Sudoplatov se ponía sin piedad manos a la obra dentro y fuera de la URSS.
Lo arrestaron en los procesos de desestalinización y pasó 15 años en prisión. En 1994, publicó sus memorias (Operaciones especiales, Plaza &Janés), cuyas páginas están sembradas de cadáveres, pero ofrecen el relato más completo del Laboratorio X.
Según Sudoplatov, el profesor Grigori Mairanovsky, "el doctor Mengele de Stalin", inyectaba venenos en chequeos médicos rutinarios. Las víctimas incluyeron al diplomático sueco Raoul Wallenberg, que murió misteriosamente, así como a nacionalistas ucranianos y desertores.
Los soviéticos usaron el envenenamiento primero contra los enemigos de la URSS en el extranjero (rusos blancos u oponentes engorrosos). Luego eliminaron personalidades del régimen demasiado bien vistas para ser condenadas en grandes juicios.
Pero a Stalin no le hacía falta recurrir a sofisticados complots ni involucrar a sus servicios secretos. Ajusticiaba con absoluta impunidad a disidentes, rebeldes y presuntos traidores en la plaza pública o los deportaba a las katorgas del gulag siberiano.
Las ejecuciones extrajudiciales se colaban en un simple reconocimiento de "insuficiencia cardíaca" o suicidio por depresión... La larga lista de víctimas incluyó a Nadia Krúpskaya, la viuda de Lenin; al general soviético Mijaíl Frunze o a los generales blancos Kutepov y Miller. El estalinismo impuso una cultura del ejercicio del poder basada en meter el miedo en el cuerpo a rivales y detractores. En eso los expertos en toxicología del KGB se parecían a los Tupi, una tribu amazónica que practica el emponzoñamiento como una de las bellas artes.
Yuri Shvets, un coronel del KGB que huyó a Estados Unidos, describió una visita al Laboratorio X en la década de 1980. Fue a recoger una droga de la verdad para usarla con una fuente estadounidense. El coronel escribió que el laboratorio producía una amplia variedad de venenos y de sustancias narcóticas y psicotrópicas.
Shvets se fue con un vial de SP-117, alcohol concentrado para verter, por ejemplo, en una copa de champán. Reparó en que si la droga —utilizada para emborrachar rápidamente a un sujeto— era la número 117, entonces el arsenal tóxico del KGB debía de contener al menos otras 116 pociones. En referencia al dios griego de la Medicina, apodó Esculapio al químico, "pequeño y corpulento", que le ilustró sobre los efectos de algunos tóxicos.
El Laboratorio X fascinó a los líderes soviéticos, incluido el último, Mijaíl Gorbachov, que solicitó una sesión informativa. El KGB se negó. Los detalles de sus operaciones secretas sólo se filtraron después de la desintegración de la URSS. "Esta es una de las grandes lecciones de la caída de la Unión Soviética, una vez que se rompe la presa, la avalancha de información secreta es incontrolable", escribió Sudoplatov.
El paraguas búlgaro
Durante la Guerra Fría, el método se convirtió en una firma que envidiarían los guionistas. En 1959, un agente mató al líder nacionalista ucraniano Stepan Bandera con una pistola de cianuro escondida en un periódico.
Durante las postrimerías del período soviético, el KGB seguía silenciando a los enemigos. En 1978, al disidente búlgaro Georgi Markov, -acusado de espiar para los británicos-, un agente de la Darzhavna Sigurnost, el servicio secreto búlgaro, le disparó con una pistola de aire comprimido camuflada en la caña de un paraguas.
Fue una pequeña, pero letal, dosis de ricina en la parte posterior de su pantorrilla derecha mientras esperaba un autobús en el londinense puente de Waterloo. Al darse la vuelta, el individuo con el paraguas le pidió perdón. Markov acudió como cada día a su trabajo en las oficinas del servicio internacional de la BBC. Murió tres días después. Oleg Kalugin, general del KGB, admitió que el Laboratorio X suministró el veneno para picar el billete a Markov.
A Markov, disidente búlgaro, le dispararon con una pistola de aire comprimido camuflada en un paraguas
"El paraguas búlgaro" fue utilizado meses más tarde en el metro de París contra el exiliado ruso Vladímir Kostov, que enfermó de gravedad, pero sobrevivió al intento de asesinato.
El historiador de servicios especiales Boris Volodarsky es autor del libro KGB Poison Factory: From Lenin to Litvinenko, (La fábrica de venenos del KGB: de Lenin a Litvinenko). En un apéndice de su libro, enumera prácticamente todos los crímenes confirmados y todas las tentativas que llevó a cabo el Kremlin. Sólo la lista de los perpetrados en el extranjero desde 1922 hasta 2006 ocupa cuatro páginas en letra pequeña.
Una infame fábrica de venenos
En Yasenevo, un moderno barrio residencial junto a la carretera de circunvalación en el sur de Moscú, se instaló en los años 80 el cuartel general de la dirección de espionaje del KGB y en los 90, el Servicio de Inteligencia Exterior (SVR).
Según The Guardian, no lejos de su sede central, en un edificio achaparrado y lúgubre de color beige, la mayoría de las noches algunas luces son visibles a través de las ventanas, enmarcadas por un par de árboles raquíticos. Se trata de una instalación encubierta de investigación y desarrollo; en realidad, de los laboratorios del SVR.
Su función precisa es un secreto de Estado, pero exoficiales rusos de inteligencia, algunos retirados y otros desertores, han confirmado que el edificio alberga la infame fábrica de venenos del Kremlin, que produce armas biológicas y toxinas para operaciones clandestinas en Occidente. Yasenevo es la sucesora de la Oficina Especial de Lenin y del Laboratorio X de Stalin. Cambian los líderes, los regímenes y los venenos; pero el instinto permanece. Putin simplemente continúa la tradición del KGB.
Bajo Boris Yeltsin, en la década de 1990, quedó en barbecho la mala costumbre de envenenar a disidentes en un momento de cooperación entre Rusia y Occidente. Hubo excepciones, como la muerte de los hermanos Ajmadov, señores de la guerra chechenos. Sin embargo, una vez que Putin se convirtió en presidente en 2000, los asesinatos políticos se reanudaron con sigilo y entusiasmo. A Vladímir Vladimirovich le puede la nostalgia de los pasados-buenos-tiempos del veneno. La filosofía de Putin en este asunto es conservadora y utilitarista: si no está roto, no lo arregles; si funciona, no lo cambies.
El Instituto de Criminalística del FSB
Desde la llegada de Putin al poder, un buen número de opositores enfermaron misteriosamente. Muchos murieron. Aparentemente, todos fueron víctimas de los laboratorios secretos de venenos.
Putin reactivó el Instituto de Criminalística del Servicio Federal de Seguridad (FSB), anteriormente KGB. Después de todo, es una tradición rusa y Putin es muy de tradiciones y groupie de Iván el Terrible, cuyos greatest hits tenían idéntico estribillo: "Muerto el perro, se acabó la rabia".
Hace dos años, una investigación conjunta de Bellingcat y The Insider concluyó que el Instituto trabaja con armas químicas; en particular, con el agente Novichok, que designa a una familia de sustancias neurotóxicas y parece una tarjeta de presentación dejada por los criminales de los servicios de seguridad del Kremlin.
Este gas nervioso, desarrollado en laboratorios soviéticos durante las décadas de 1970 y 1980, es una neurotoxina de uso militar más peligrosa, eficaz y difícil de identificar que el gas sarín. Ataca el sistema nervioso central y provoca parálisis de los músculos hasta la asfixia. Extremadamente delicado de manejar, es inaccesible sin conexiones en la cima del Estado.
Las divisiones del Instituto están ubicadas en varios lugares de Moscú. Una de ellas es un complejo de edificios en la intersección del pasaje Teplostanskiy y la calle Akademika Vargi. Otras están en la localidad de Podlipki, cercana a Moscú. Cuando el primer "instituto científico" se construyó en un sitio tan aislado, los lugareños asumieron que era para tratar a los soldados heridos de la guerra soviética en Afganistán.
No era el caso. Entre las víctimas de sus actividades en la era de Putin se encuentran periodistas de investigación, rebeldes chechenos e incluso el presidente prooccidental de Ucrania, Viktor Yushchenko.
En plena campaña electoral de 2004, Yushchenko, el tercer presidente de Ucrania, sufrió una pancreatitis aguda, se le hinchó y deformó la cara y se le cuarteó la piel. Expertos toxicólogos determinaron que había sido envenenado con dioxina TCDD, una sustancia de la que se le detectaron niveles en sangre hasta 6.000 superiores a lo habitual.
Un consejo de Agatha Christie
Cuando Putin llevaba tres años en el poder, Yuri Shchekochikhin, periodista de la Novaya Gazeta, murió repentinamente en julio de 2003 de una enfermedad rápida y misteriosa. Shchekochikhin había investigado los atentados con bombas en apartamentos atribuidos por Putin a los rebeldes chechenos, pero presuntamente orquestados por los servicios secretos rusos.
Su documentación médica fue clasificada como "secreto de estado" por las autoridades rusas, que declararon que murió de "necrólisis epidérmica tóxica" por reacción alérgica a un medicamento (síndrome de Lyell). Su tratamiento médico y su autopsia se llevaron a cabo en el Hospital Clínico Central, estrechamente controlado al FSB, porque allí se trata a funcionarios de alto rango. A sus familiares se les prohibió tomar muestras de sus tejidos para una investigación médica independiente.
El mismo año, el mafioso Roman Tsepov, exguardaespaldas de Putin en la década de 1990 en San Petersburgo, murió después de tomar té en una oficina del FSB. Se le había administrado una sustancia radioactiva y sufrió convulsiones, vómitos, diarreas y una brusca caída de glóbulos blancos.
También en 2004, durante la crisis de los rehenes en la escuela de Beslán, la periodista Anna Politkovskaya volaba a Osetia del Norte para mediar en las negociaciones con los secuestradores chechenos. Perdió el conocimiento y enfermó gravemente después de tomar un té.
Agatha Christie recomendaba administrar el cianuro con té, para disimular su peculiar sabor a almendras amargas. El FSB sigue el consejo al pie de la letra, aunque envenene con sustancias insípidas como el mercurio que un asistente del vuelo de Aeroflot puso en la taza de té de Politkovskaya. Entró en coma, pero sobrevivió. En 2006, un individuo la asesinó a tiros en su bloque de apartamentos en Moscú.
El caso de todos los casos
En el centro del libro del historiador de los servicios especiales Boris Volodarsky hay un crimen: el asesinato de Alexander Litvinenko. Su trasfondo se repite en otros casos de envenenamiento planeados en la Lubyanka, el nombre popular del cuartel general del KGB y ahora del FSB. Algunos casos son muy famosos, como el asesinato de Georgy Markov, otros lo son menos; pero juntos explican qué le sucedió exactamente a Litvinenko, porque en cada uno de esos casos hay un detalle copiado por los organizadores del asesinato de Litvinenko, que fue el envenenamiento más sonado de la era Putin.
Litvinenko era una excepción: un honesto exoficial del FSB que apeló a su entonces director, Vladímir Putin, para denunciar que el Servicio Federal de Seguridad de la Federación de Rusia era un nido de gangsters. Putin lo recibió en su sede del nº 24 de la céntrica calle de Kuznetsky Most. Lo que el agente reveló a su jefe le costó primero el exilio y después la vida.
El 1 de noviembre de 2006, dos asesinos del Kremlin, Dimitri Kovtun y Andrei Lugovoi, se encontraron con Litvinenko en la habitación 441 del hotel Millennium de Londres. Tragó unos sorbos de té verde, cayó enfermo súbitamente y fue hospitalizado. Murió tres semanas después. El sistema británico de salud encontró cantidades importantes de polonio-210, un extraño elemento altamente radiactivo.
El polonio —revela Volodarsky— se produjo en una instalación estatal de la ciudad de Sarov. El laboratorio convirtió el isótopo en una forma en la que se podía llevar de forma segura a Londres, probablemente en microgránulos recubiertos de gelatina. Fue una gigantesca operación encubierta dirigida por el secretario de prensa de Putin, Dimitri Peskov, lo que en sí mismo habla del nivel en el que se dio la orden.
Otra cosa es que el comando de killers no evitó el escándalo mundial. El laboratorio que produjo el veneno aseguró al cien por cien a los servicios que era imposible determinar la presencia de radiación. En primer lugar, porque es un emisor alfa (de desintegración discreta); en segundo lugar, porque era una fracción muy pequeña; finalmente, porque nadie lo buscaría pues se daba por supuesto que Litvinenko moriría el mismo día.
Tras 17 días en el University College Hospital de Londres, ya en estado muy grave, descubrieron que tenía en el cuerpo una dosis significativa de talio (un elemento carcinógeno), que es el acompañamiento del polonio. Dos horas antes de su muerte, el famoso laboratorio nuclear de Aldermaston detectó el polonio. Serguéi Lebedev, el jefe del SVR, perdió su cargo a pesar de su amistad con Putin.
Una investigación británica dictaminó que Putin había aprobado "probablemente" la operación Litvinenko
La historia de Litvinenko puede verse como la trama central del régimen de Putin. Los extranjeros que quieran entender lo que está pasando en Rusia, deberían estudiar su caso, no sólo el asesinato, sino toda su historia. La de un buen tipo que se dedicó al servicio público. De repente se dio cuenta de que estaba trabajando para bandidos, se negó a cumplir órdenes criminales, se rebeló y fue destruido.
Eso por un lado. Por otro, su historia es la de un Estado que mata. La historia del silencioso regreso del estalinismo, la historia del colapso de las esperanzas de liberación del régimen de los soviets. La Rusia de Putin se quita la máscara y muestra su verdadero rostro en el caso Litvinenko.
El asesinato planteó una cuestión sombría: si Putin aprobó el golpe o simplemente estableció parámetros generales para que los interpretaran sus agencias de seguridad. Una investigación pública de 2016 en el Reino Unido dictaminó que "probablemente" Putin había aprobado la operación junto con Lebedev, el entonces jefe del SVR.
La disidencia tiene sus límites
Después de Litvinenko, los opositores Kalashnikov, Verzilov, Kara-Murza, Skripal y Navalny también sufrieron envenenamientos. Pero la evidencia de la participación personal de Putin sigue siendo circunstancial. No sabemos cuánto sabe, pero la gran cantidad de víctimas, tanto en el país como en el extranjero, sugiere que el Kremlin ve esos episodios como un mal menor, pero necesario. Envía el mensaje a la sociedad de que la disidencia tiene sus límites y que la oposición desenfrenada al Estado puede tener un precio terrible.
Es la teoría en acción de la "Democracia Soberana" de Vladislav Surkov, el ideólogo que susurra al oído de Putin: la oposición debe existir, pero estrictamente controlada; quien no lo acepte estorba y a quien pone palos en las ruedas del Leviatán... matarile. El Kremlin niega estar ahí para nada; pero sus oponentes, por supuesto, han escuchado el mensaje y saben de quién viene.
Sería imposible en la Rusia actual que se publicara un libro tan revelador como el de Sudoplatov. Ahora se conoce el precio de revelar ciertos secretos. Pero el anciano jefe de espionaje de Stalin estaba convencido de que ninguna operación especial podía permanecer en secreto para siempre. Y acertaba.
De hecho, pese a los desmentidos de Putin, -siempre con la boca pequeña-, sobran indicios o evidencias de que los envenenamientos de Roman Tsepov, Anna Politkovskaya, Dimitri Peskov o Litvinenko y los muchos más numerosos intentos o advertencias fueron complots estatales. "Operaciones especiales" como las que, con meticulosidad de contable, relaciona en sus memorias Pavel Sudoplatov.
En el Renacimiento, nobles y papas, cardenales y obispos daban empleo a catadores de veneno. No es el caso de Garry Kaspárov, el campeón de ajedrez y opositor que, por si acaso, bebe agua embotellada y come comidas preparadas llevadas por sus guardaespaldas, según informó el New York Times.
También por si acaso, el ministro ucraniano de Exteriores, Dmitro Kuleba, recomienda a quienes no comulguen con las ruedas de molino de Putin que se anden con mucho ojo si en algo aprecian el hecho de seguir sanos y salvos.
Pilar del régimen, ¿permitirán los servicios secretos que Putin siga tratando de dominar el mundo a sangre, fuego y ponzoña o serán el monstruo de Frankenstein que provoque su caída?
Se salvaron de milagro
Viktor Kalashnikov. En el otoño de 2010, el periodista independiente y excoronel del KGB, Viktor Kalashnikov, pariente del famoso inventor del rifle de asalto AK-4, y su esposa Marina Kalashnikova fueron tratados en el hospital Charité de Berlín por envenenamiento por mercurio en lo que dijeron que había sido un atentado contra sus vidas por parte del FSB.
Pyotr Verzilov. El portavoz de la banda de protesta Pussy Riot, en septiembre de 2018 fue trasladado desde Moscú al hospital Charité de Berlín. Los médicos alemanes creían que era "altamente probable" que Verzilov hubiera sido envenenado.
Vladímir Kara-Murza. Político de la oposición y colaborador del opositor mártir Boris Nemtsov, Kara-Murza enfermó repentinamente durante una reunión en Moscú en mayo de 2015 y estuvo en coma durante más de un mes. Su familia denunció que había sido envenenado. Fue hospitalizado nuevamente por un presunto envenenamiento en febrero de 2017.
Serguéi Skripal. En marzo de 2018, otro par de sicarios del Kremlin volaron a Londres desde Moscú, de la misma manera que lo habían hecho Kovtun y Lugovoi 12 años antes para acabar con la vida de Litvinenko. Su objetivo era Serguéi Skripal, un doble agente ruso que había espiado para el MI6. Los asesinos eran coroneles encubiertos de la inteligencia militar rusa: Anatoliy Chepiga y Alexander Mishkin. Según el gobierno británico, este par de sicarios de plantilla aplicó Novichok en la manija de la puerta de la casa de Skripal en Salisbury. Él y su hija, Yulia, colapsaron horas después en un banco del centro de la ciudad. Sobrevivieron, pero otra mujer, Dawn Sturgess, murió dos meses después tras rozarse con Novichok, como indicaron los informes de la Fiscalía británica.
Alexei Navalny. Cruzado anticorrupción y líder de la oposición, Navalny enfermó en un vuelo de Tomsk a Moscú el 20 de agosto de 2020 y entró en coma inducido en un hospital de Omsk. Fue trasladado a la Charité de Berlín dos días después. Cinco laboratorios certificados por la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas confirmaron la presencia de Novichok. Cuando Navalny ya estaba en prisión, varios medios señalaron con nombres y apellidos a varios agentes del FSB como responsables de envenenar sus calzoncillos con lo que irónicamente llamaban en el FSB "Love Potion No. 9".