El pasado domingo, en una intervención televisada, el presidente ucraniano Volodimir Zelenski optó por señalar a Nicolas Sarkozy y a Angela Merkel como cómplices de la matanza de Bucha por no apoyar la inclusión de Ucrania en la OTAN. "Invito al Sr. Sarkozy y a la Sra. Merkel a que vengan a Bucha para ver de qué ha servido su política de apaciguamiento con Rusia en los últimos 14 años", dijo Zelenski en un acalorado discurso para consumo interno.
Al acusar al expresidente francés y a la excanciller alemana, Zelenski sabe que da donde duele: si por algo se caracteriza Occidente es por su facilidad para culparse a sí mismo de todos los problemas del mundo y a la vez señalar a cualquiera que quiera solucionarlos. Zelenski entiende que, si extiende la culpabilidad de la guerra a Europa por su inacción, la opinión pública se echará encima de sus líderes para aumentar la presión sobre Rusia y multiplicar las ayudas a Ucrania. Puede que tenga razón, pero es injusto.
Antes de abordar la cuestión de la OTAN y Ucrania, tiene sentido ubicar el papel de Occidente -incluidos Francia y Alemania- en la guerra que Vladimir Putin inició el pasado 24 de febrero en Ucrania. Desde el primer momento, quizá de manera algo tímida al principio, pero decididamente entusiasta después, Occidente se ha volcado en favor del régimen de Zelenski. Puede que esto nos parezca el mínimo moral, pero la moral y la política no siempre van de la mano: Occidente, sobre todo la Unión Europea, tiene muchos intereses en común con Rusia. No es fácil desprenderse de ellos. Y, desde luego, no es fácil plantarle cara a un matón con armas nucleares.
Occidente le plantó cara. Mientras Putin amenazaba con nombres y apellidos -Suecia, Finlandia, Estados Unidos, Polonia, Moldavia...-, todos decidimos imponer las sanciones comerciales más fuertes de nuestra historia. ¿Insuficientes? Eso se verá. Pero no sólo dañinas para el régimen de Putin sino para nuestras propias economías en un momento muy delicado. Del mismo modo, se mandaron armas a Ucrania para que Ucrania pudiera defenderse. Se presionó a China para que no armara a Rusia. Se aguantó el tipo cuando desde el entorno de Putin se amenazaba continuamente con el apocalipsis nuclear.
Está claro que la humillante derrota rusa en Ucrania se explica desde la heroica resistencia del pueblo y el Ejército ucraniano. También desde la tenacidad de su Gobierno, su negativa a rendir ni una sola de sus plazas, su denuncia constante de cada atrocidad del enemigo. Ahora bien, sería absurdo negar que algo han tenido que ver también las armas de Occidente. No puede ser que Rusia nos odie por armar a Ucrania y Ucrania nos odie por no armarla lo suficiente o ponernos de perfil. No, Occidente no ha hecho la vista gorda, y durante muchos días se ha expuesto a un escenario bélico que parecía presagiar una III Guerra Mundial. Todo por Ucrania... y por evitar lo que pasó en marzo de 1938 con los Sudetes.
La complejidad de Ucrania
Insistir en la pusilanimidad de Occidente es injusto y poco agradecido. Es, además, incidir en el mensaje que transmite constantemente el Kremlin. Putin estaba convencido de que la Unión Europea y Estados Unidos se harían a un lado ante la amenaza de una guerra en sus fronteras. No contaba con un frente unido que le dijera: "Cada centímetro de Estonia, de Letonia, de Lituania, de Polonia, incluso de tu gran aliada, Hungría, será defendido como si fuera un centímetro de nuestra propia bandera". Así fue y, desde luego, eso no ha evitado masacres, matanzas ni crueldades que ya habíamos visto en Siria, en Georgia y en Chechenia (ahí sí que nos cruzamos de brazos), pero al menos ha impedido a Putin extender esas matanzas a todo el país
¿Se habrían solucionado todos estos problemas de Ucrania con su entrada en la OTAN en 2009 o en algún momento posterior? Eso es colocar el carro delante de los bueyes. Es fácil decir que Francia y Alemania se negaron e insinuar que lo hicieron por pura cobardía, por no querer enfrentarse a Putin llegado el momento. Más complicado es aceptar la complicada situación que ha vivido la política ucraniana a lo largo de estas dos últimas décadas. Cuando la OTAN se preguntó qué quería ser, decidió que quería replegarse sobre sí misma y establecerse como fuerza de defensa. Defensa ante el terrorismo, sobre todo, pero también defensa ante los posibles retos que surgieran de Rusia y de China, especialmente.
¿Dónde quedaba Ucrania en todo eso? Si la OTAN pretendía ser una alianza cerrada, basada en la confianza y en la que todos los miembros se comprometieran a defenderse entre sí en el caso de que alguno de ellos fuera atacado... ¿qué podía aportar el Gobierno de Yushenko y Timoshenko a ese pacto? Desgraciadamente, inestabilidad. Una inestabilidad externa por la amenaza de Rusia, de acuerdo... pero, también, una inestabilidad interna, propia de un país que parecía dividido en dos, como se demostraría poco tiempo después.
El ejemplo Yanukovich
Si en 2009, Merkel y Sarkozy se pusieron de acuerdo en no dar vía libre a ningún proyecto de ampliación hacia el este, en 2010, el tiempo les dio la razón. En las elecciones presidenciales celebradas en Ucrania, el candidato prorruso Viktor Yanukovich ganaba al bloque europeísta encabezado por Timoshenko y se alzaba con el poder. Yanukovich ya estuvo a punto de ganar las elecciones en 2004. Si no lo hizo, fue por la indignación que provocó el intento del Kremlin de envenenar a su máximo rival, Viktor Yushenko, líder de la llamada "revolución naranja", de tintes europeístas.
Ucrania ha vivido desde su independencia esta tensión interna y eso lo sabía la OTAN entonces como lo sabía y lo quiso explotar Putin el 24 de febrero. La tensión interna de que cuatro de las cinco principales ciudades del país sean rusófonas y apoyen a los candidatos promovidos por el Kremlin mientras el resto del país vota en sentido contrario. Una de las razones por las que Rusia pensó que la guerra iba a durar una semana era el convencimiento de que el sudeste del país iba a comportarse en la guerra como se comportaba en la paz o como se comportó Crimea en 2014: manteniéndose fiel a sus raíces eslavas.
Merkel y Sarkozy conocían el riesgo y lo conocen ahora Scholz o Macron o el propio Boris Johnson. Tener en tu seno a un país que, en cualquier momento, según el resultado electoral, puede estar liderado por un hombre que simpatiza más con el enemigo que con la propia Alianza sería una paradoja inaceptable. Suficientes problemas va a tener a corto plazo la OTAN con Viktor Orbán, crecido tras su demoledor triunfo en las elecciones de este fin de semana en Hungría, como para haber aceptado a un país dispuesto a nombrar presidente a un lacayo de Vladimir Putin.
En cualquier proceso de adhesión a la Unión Europea o a la OTAN, Ucrania siempre va a tener esos dos problemas y van a funcionar a la vez. Sin uno, además, no se va a entender el otro. Por un lado, tendrá la amenaza de la intervención rusa en lo que considera su área de influencia -lo que nos habría llevado ya a una guerra mundial, probablemente nuclear-... y por otro tendrá la indeterminación del país como tal.
Incluso sin el Ejército ruso desplegado en territorio ucraniano, Yanukovich estuvo a punto de ganar en 2004 y lo hizo en 2010. Hay una fuerte voluntad europeísta en Kiev y el oeste de Ucrania, pero era legítimo pensar que el sudeste del país no sólo no compartía ese entusiasmo, sino que prefería una alianza militar con Rusia.
¿Socio o 'topo'?
Las propias declaraciones de Zelenski son contradictorias en ese sentido: hay que recordar que Zelenski no era el candidato más prooccidental precisamente en las elecciones de 2019. En principio, Poroshenko y Timoshenko, los más activos en la "revolución del Euromaidán" que acabó con Yanukovich escondido en un coche rumbo a Moscú, representaban ese papel. Zelenski era un hombre querido y respetado en la zona prorrusa. De hecho, su serie, Servidor del pueblo se emitía en el oeste de Rusia con cierto éxito. Nacido en el oblast de Dnipropretovsk, su dominio del idioma es absoluto.
¿Para qué quiere Zelenski que su país esté en una organización de cobardes? Cada vez que señala a Occidente por cruzarse de brazos, pero a la vez pide una y otra vez integrarse en sus instituciones económicas y militares, Zelenski debería preguntarse si no hay algo paradójico. El mensaje que manda a su pueblo, a sus ciudadanos, es equívoco cuando menos: "Nos están dejando tirados". Por volver a la comparación de este martes en la sede de la soberanía española, "nos están haciendo lo mismo que ingleses y franceses hicieron con la II República en 1936, están dejando que los nuevos nazis se salgan con la suya".
Y no es así. Si lo cree de verdad Zelenski o es una maniobra estratégica, desde luego no va a servir para que se vea a Ucrania como un aliado mínimamente fiable. Ni Merkel ni Sarkozy tienen la culpa de lo pasado en Bucha. Ni Francia ni Alemania tienen la culpa de lo que sigue pasando en Mariúpol. Sí pueden tenerla los Yanukovich de turno, pueden tenerla los que han defendido a Putin durante lustros dentro del mismo país, los que han hecho imposible que Ucrania sea un país por el que te juegues la vida ya que, dependiendo del Gobierno de turno, era probable que no se la jugara por ti. El país que no sabes cuándo es un socio y cuándo puede ser un topo, riesgo que ninguna alianza militar va a correr en ningún momento: ni en 1949, ni en 2009, ni en 2022.
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