¿Qué puede pasar cuando envías a un ejército inexperto a luchar a una guerra a la que ni siquiera le pones ese nombre? Lo que le está pasando a Rusia desde el pasado 24 de febrero. Convencidos de que la ayuda de los propios ucranianos prorrusos les ayudaría a ir conquistando terreno ante un enemigo infravalorado de forma irresponsable, los generales rusos planearon una guerra rápida pensada en acabar en pocos días, como mucho un par de semanas.
En primera fila de combate -una primera fila que incluía a la vez el puerto de Odesa, la ciudad de Járkov, el famoso Donbás, Mariúpol, Kiev e incluso bombardeos sobre Lviv, es decir, toda Ucrania de un solo mordisco-, Putin juntó a voluntarios chechenos, mercenarios sirios, empleados del Grupo Wagner, reclutas con la formación militar recién terminada, soldados convencidos de que realmente estaban ante unos ejercicios programados de antemano y una serie de altos mandos que han ido cayendo a lo largo de estos dos meses y medio con una facilidad sorprendente.
Pese a las advertencias de expertos militares más sensatos, como el coronel Mijaíl Jodarenok, colaborador del medio Gazeta y de la Revista Militar Independiente, el Kremlin mandó a cientos de miles de jóvenes a luchar una guerra que no entendían, que no esperaban y para la que claramente no estaban preparados.
Prueba de ello es que las tareas sucias de infantería siguen reservadas en el frente este a los mercenarios, mientras que el frente sur lleva estancado casi dos meses, sin ataques a la vista hacia Zaporiya, Dnipro o Mikolaiv y con el único objetivo de defender Jersón de posibles contraofensivas.
Dos meses y medio en un país extranjero, viendo morir a tus compañeros, recibiendo órdenes a menudo contradictorias y estancado en unas trincheras no es un escenario ideal. Las noticias que llegan de las divisiones desplazadas en Zaporiya son un claro ejemplo de lo que pueden ser las consecuencias psicológicas derivadas de una situación así.
Según el prestigioso Institute for the Study of War, citando a un oficial de la defensa estadounidense, el alcohol no deja de correr entre las tropas ahí desplazadas, que se desesperan ante la falta de medios y la contundencia de las defensas enemigas. A menudo, desobedecen órdenes e incluso disparan a sus propios vehículos para no tener que participar en batalla.
El recurso del Grupo Wagner
Estos problemas no serían exclusivos del frente sur sino que se estarían repitiendo en el este, en el propio Donbás. Tal vez de ahí la presencia reciente del Jefe del Estado Mayor, el general Valeri Gerasimov, en la ciudad de Izium, de donde salió justo antes de que las tropas ucranianas bombardearan el colegio donde se había celebrado una reunión de urgencia.
En su momento, ya se comentó que la sorprendente aparición de una figura tan importante en un escenario en disputa solo podía justificarse por la necesidad de poner orden y de asegurarse de que determinadas indisciplinas no se repiten.
Las escenas que observamos cada vez que el ejército ruso abandona una posición nos dan una idea de hasta qué punto estas noticias pueden ser exactas: el desorden es absoluto, con material militar abandonado por el suelo, tanques en los lados de las carreteras, cadáveres que nadie solicita siquiera repatriar… El ejército ruso, más que un ejército moderno del siglo XXI, parece el de Atila del siglo V. Prueba de ello son los testimonios de abundantes crímenes de guerra allá por donde han pasado, en una proporción completamente fuera de lo normal, como si fuera su procedimiento habitual.
Esta indisciplina cuadra también con lo que estamos viendo en términos puramente militares. Como quedó dicho, las dos grandes conquistas del último mes -Mariúpol en el sur, a falta de la acería Azovstal, y Popasna en el este- han sido mérito principal de los voluntarios chechenos y de los asalariados del Grupo Wagner, que llevan meses pidiendo que Rusia mande decenas de miles de tropas de refuerzo… con el único inconveniente de que esas tropas no tienen armamento preparado y no harían más que aumentar el descontrol y la ineficacia.
Una estrategia demasiado volátil
En lo que respecta a las acusaciones de desobediencia, obviamente son muy graves, pero hasta cierto punto coinciden también con lo que estamos viendo, sobre todo en el Donbás. Rusia ha ido cambiando de estrategia tantas veces que ya no sabemos bien si su objetivo es avanzar hacia Barvinkove por el saliente sur de Izium, si es tomar Limán e intentar el acceso directo a Sloviansk desde ahí o si es atravesar el río Donets para lanzarse sobre Bilohorivka.
Tampoco sabemos si Kramatorsk sigue siendo un objetivo ni qué está pasando en la región de Járkov para que un ejército como el ucraniano, preparado para defenderse, pueda empujar a las tropas enemigas casi hasta la frontera, poniendo Belgorod, sus autopistas y sus infraestructuras casi al alcance de su artillería.
Durante una semana, Rusia se dedica a golpear -con sentido- las estaciones de tren y las rutas por donde Ucrania transporta las armas de Occidente a los distintos frentes… y la semana siguiente, esos ataques se detienen. La propia huida de los alrededores de Kiev será algo a estudiar con el tiempo.
En medio, quedan unas ciento cincuenta mil unidades desplegadas en el territorio ucraniano. Las bajas se calculan entre las quince mil que da la inteligencia estadounidense y las ya veintiséis mil de las que presume Ucrania. A eso habría que sumarle tres veces el número de heridos.
En el mejor escenario, 60.000 soldados rusos habrían perdido la vida o habrían quedado inhábiles para el combate en once semanas de combate. La baja moral es perfectamente comprensible. Entraron en el país esperando flores y homenajes a su paso y están sacrificando sus vidas por una guerra que sus superiores no se atreven ni a nombrar.