El descubrimiento de una extensión de agua en la Luna, equivalente al 8% de la superficie de España, ha sido uno de los grandes hallazgos científicos de los últimos tiempos. Lo han logrado la NASA y el Centro Aeroespacial de Alemania en un proyecto conjunto tras un trabajo de varios años estudiando las imágenes captadas por un telescopio muy particular.
El SOFIA, acrónimo en inglés de Observatorio Estratosférico de Astronomía Infrarroja, es un programa que emplea una aeronave Boeing 747 junto a un telescopio instalado a bordo para la observación de la radiación del espectro infrarrojo sin interferencias.
La idea de hacer volar un telescopio de este tipo pasa por evitar cualquier interferencia atmosférica que pueda afectar a la observación. Algo muy común en telescopios de tierra firme. Quitarse una capa importante de la atmósfera es eliminar de un plumazo muchas posibilidades de obtener datos erróneos y, utilizando una aeronave, se evitan los estratosféricos gastos que conlleva el lanzamiento de un satélite.
Telescopio en un avión
La composición natural de la atmósfera bloquea la radiación infrarroja en un 99%, según datos que proporciona la propia NASA. Volar a 15.000 metros de altura, dejando abajo la humedad atmosférica, permite a los científicos un estudio más preciso de los fenómenos espaciales del sistema solar en particular y del universo en general.
La radiación infrarroja, a diferencia de la correspondiente con el espectro visible, es más importante en la observación espacial. Gracias a ella se puede obtener más información acerca de los fenómenos que allí ocurren así como la presencia de moléculas químicas -como el caso del agua en la Luna- que emiten en una cierta longitud de onda característica cuando se incide luz.
La función fundamental de SOFIA desde que despegó el 747 por primera vez ha sido la de examinar el espacio capturando la radiación infrarroja en vuelos de 10 horas siempre por la noche. Los datos infrarrojos sirven a los científicos para estudiar el nacimiento y la muerte de estrellas, campos magnéticos, formaciones de sistemas planetarios, agujeros negros... Unos campos que se pueden también estudiar desde observatorios en tierra pero empleando otras técnicas con menos resolución que la del infrarrojo.
El telescopio de SOFIA tiene un peso aproximado de 17 toneladas y unos 2.5 metros empleados por 6 tipos de sensores, todos ellos dedicados a la medición de la radiación. Dentro de la aeronave se emplaza toda la instrumentación y los puestos de trabajo de los científicos que trabajan dentro. Este equipo de investigadores y técnicos manejan el funcionamiento del telescopio para luego estudiar las imágenes en tierra.
El 747 de la NASA
El Boeing 747 es uno de los aviones preferidos de la Agencia Espacial de Estados Unidos. Varios modelos con diferentes esquemas de esta aeronave se han usado para propósitos tan poco habituales como el transporte de trasbordadores espaciales hasta el año 2012.
Pero el modelo que emplea SOFIA es todavía más especial desde el punto de vista aeronáutico. A diferencia del 'avión del juicio final' o del Air Force One -ambos modelos 747-, el Boeing de SOFIA es un 747 SP (747 Special Performance), una aeronave desarrollada por la compañía estadounidense para vuelos de ultralargo radio. Una versión unos metros acortada de los Boeing 747-200 que fue, durante más de una década, el avión con mayor alcance del mundo; hasta la llegada del Boeing 747-400.
El 747 SP de la NASA cuenta con una compuerta en la parte trasera izquierda del fuselaje. Una vez en vuelo y a altitud de crucero, esa sección se abre y el telescopio comienza a recibir radiación. La aeronave fue entregada originalmente a la extinta Pan American Airlines en 1976 y, tras servir en United Airlines, terminó en los hangares de la NASA en 1997. Tuvieron que pasar 10 años para que el proyecto saliera hacia adelante y levantó por primera vez el vuelo en 2007, aunque no realizaría el primer vuelo científico hasta 2010.