Hay un párrafo en Madrid, de corte a checa, de Agustín de Foxá, que abre las carnes en canal. Y no (solo) por su descripción de la barbarie del Madrid republicano durante la Guerra Civil, sino por el espeluzno con el que lo remata: «Ya no caían, solo, los falangistas, los sacerdotes, los militares, los aristócratas. Ya la ola de sangre llegaba hasta los burgueses pacíficos, a los empleadillos de treinta duros y a los obreros no sindicados. Se fusilaba por todo, por ser de Navarra, por tener cara de fascista, por simple antipatía; los milicianos, como los niños y como los brutos, eran arbitrarios, y lo mismo mutilaban a uno antes de matarlo que acababan bebiendo con él unas copas de coñac. Pero incluso aquella clemencia era irritante por injusta».
Lo que irritaba a Foxá no era el perdón que los bárbaros concedían muy cristianamente a algunos de sus prisioneros según su nivel de alcohol en sangre, sino que ese perdón fuera aleatorio. Cualquier director de cine de serie B sabe que no hay películas de terror más terroríficas que aquellas en las que el mal se revela aleatorio e imprevisible. Aquellas en las que el horror cae al azar, como una adolescente antojadiza, sobre el primero que pasa en vez de sobre cualquier otro pelanas.
Pero aquí Foxá introduce una pequeña genialidad: lo que resulta aterrador en su novela no es lo azaroso del horror, sino del perdón. Porque ser el único condenado a muerte entre cientos de miles de absueltos es un faena. Pero haber sido condenado a muerte junto a cientos de miles y ver como uno de ellos, solo uno, es indultado por el capricho del verdugo, resulta infinitamente peor. Porque al castigo de la condena se añade el de la esperanza frustrada. Hasta en la tortura existe refinamiento.
Imagino el desengaño de los compañeros de exilio de Osama Abdul Mohsen. Aquellos que no tuvieron la suerte de ser zancadilleados por una periodista ultraderechista ni de que su caída se viralizase para consumo de cientos de miles de bondadosos occidentales dispuestos a ofrecerle al protagonista del trending topic de la semana un empleo y una vivienda. Si yo fuera uno de ellos, me tiraba de morros contra el próximo periodista con cámara que viera. Con un poco de suerte sonaba otra vez la flauta de esa nueva caridad beata que hasta para repartir bondad escoge a los desgraciados más glamurosos como quien adopta al perro con más pedigrí de la perrera.