Preso de sus contradicciones y, al parecer, decidido a persistir en su propia incoherencia, el escritor Mario Vargas Llosa ha aprovechado su intervención en la Asamblea General de la Sociedad Interamericana de Prensa para arremeter contra la prensa española por la repercusión que tiene su romance con Isabel Preysler y para denostar el oficio más bonito del mundo, que dijo su otrora amigo, y también Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez.
Preguntado sobre su creciente (y merecido) protagonismo en las revistas y programas del corazón, Vargas Llosa se dolió ante 300 editores y directores de periódicos de haber padecido en sus carnes "la civilización del espectáculo", en alusión a un término acuñado por él mismo en un ensayo homónimo, y aseguró que, tras verse involucrado "en toda esa chismografía de pésimo gusto", no le queda duda de que "el periodismo como entretenimiento, como diversión, es decir, el periodismo amarillo, ya no es un periodismo marginal".
Más aún, el autor de La guerra del fin del mundo -entre otras novelas memorables- aventuró que "hoy en día esos periódicos serios hacen cada vez más concesiones a lo que no es periodismo serio", por lo que "ya no hay frontera entre el periodismo serio y amarillo".
Las manifestaciones de Vargas Llosa sobre el periodismo español son tan caprichosas e injustas que merecerían ser zanjadas simplemente como desafortunadas de no ser porque quien las ha proferido es, además de un influyente intelectual con querencia elitista en su análisis sobre la cultura, el promotor principal del acoso que dice sufrir por parte de la prensa rosa.
Vargas Llosa reparte epítetos de "amarillo" o "serio" con arbitrariedad y generaliza absurdamente al desprestigiar todo el periodismo que se hace en España. Es evidente que el escritor, a quien un crítico del New York Times recriminó haber difundido su vida privada en las redes sociales cuando ni siquiera tiene Twitter, tiene motivos para sentirse molesto con el trato que ha recibido por parte de algunos malos profesionales en muy determinados medios. Pero también es cierto que, aunque Mario Vargas Llosa pasará a la posteridad por la genialidad de su obra literaria, él y su actual pareja son los principales responsables de que su nombre haya saltado, tan decididamente, de las páginas de cultura a las crónicas de sociedad.
Al escritor Vargas Llosa nadie le obligó a posar, oportunamente acicalado, junto a Isabel Preysler para ilustrar la entrevista de seis páginas que la celebrity concedió a ¡Hola! para hablar de su romance en el número de la última semana de septiembre. Al escritor Vargas Llosa nadie le obligó a acompañar a su novia a la fiesta inaugural de la tienda que Porcelanosa ha abierto en la Quinta Avenida. Y nadie le pidió tampoco que, en aquel mismo acto promocional, rubricara su entrada en la sociedad del espectáculo por las puerta grande regalando al resto de asistentes un ejemplar de Travesuras de la niña mala, su primera novela de amor.
Vargas Llosa tiene perfecto derecho a intentar preservar su vida privada, sea quien sea su pareja. Pero no deja de ser contradictorio y reprochable que, después de haberse prestado a participar y beneficiarse de la industria rosa, se empeñe en matar a todos los mensajeros que encuentra a su paso sin distinción.