El banquete de desagravio a Lerroux
(9 de octubre de 1935, miércoles)
9 octubre, 2015 01:54Noticias relacionadas
La foto en blanco y negro está tomada justo antes del banquete y en ella aparecen una treintena de diputados, de ciento ochenta que asistieron. El fotógrafo, Alfonso, los ha juntado al pie de las escaleras del Ritz, aprovechando los peldaños para formar cuatro hileras de señores bien trajeados.
Entre los de arriba veo mucho desconocido. Pero los de la primera fila son los grandes capitostes y están sentados en butacas: un bonito cojín asoma bajo las posaderas. José María Gil-Robles, tercero por la izquierda, tiene una pierna inclinada de manera que un pie reposa sobre el otro. Erguido y hierático, da sensación de elegancia en el ademán, sus brazos bien apoyados en los del sillón. A su derecha De Pablo Blanco y Luis Lucia, también de la CEDA, parecen aburridos. Compartiendo el centro de la imagen, están Santiago Alba y Alejandro Lerroux, los históricos, con las manos cogidas en el regazo y la expresión de fastidio de quien ha asistido a centenares de banquetes. Más a la izquierda, a Chapaprieta lo han fotografiado en un momento en que cierra los ojos y parece como si sesteara, y Juan José Rocha, el último de la fila, mira muy serio a la cámara.
- Un momentito, por favor. ¡Ya está!
Saltó el fogonazo y los políticos volvieron a relajarse y a hablar sottovoce. El motivo del banquete era desagraviar a don Alejandro por su reciente destitución como presidente del Consejo de ministros. Por eso había que hacer el paripé. Había que manifestarle fidelidad y escenificar la unidad de los radicales, y de paso visualizar que el bloque gubernamental no se resquebrajaba. Porque aunque nadie se atreviera a mencionarlo, el escándalo ya estaba en boca de todos y eso no dejaba de preocupar a muchos de aquellos políticos, según pasaban al comedor donde esperaban los compañeros y donde se fueron sentando en sus sillas. La presidencia la ocupó Lerroux. Junto a él estaban Chapaprieta y Alba y, en lugares destacados, los ministros y Gil-Robles, el encargado de pronunciar el discurso, cosa que hizo en cuanto llegó el momento y los asistentes guardaron un silencio respetuoso.
-Este acto, que desde luego no va contra nadie –empezó–, lo que reafirma es la indudable voluntad del bloque ministerial de persistir en su unidad y su trabajo…
Todo, en Gil-Robles, respiraba seriedad y conservadurismo. Era el único hijo de un abogado salmantino de quien había heredado la pasión por el trabajo y el orden. Aunque no destacaba físicamente -era de estatura mediana, se le notaba una creciente adiposidad bajo el chaleco, tenía los hombros caídos y, como buena parte de los líderes españoles de entonces, pelo escaso- quizá su rasgo más característico fuese esa mirada que demostraba una falta absoluta de sentido del humor y mucha suspicacia. Sus ojos a menudo parecían meditar cosas distantes pero hoy procuraban ser cordiales. Por lo demás, el físico lo compensaba con un gesto que denotaba conciencia de poder y que, por eso mismo, imponía respecto.
-Por mucho que nuestros enemigos pretendan lo contrario, es necesario mostrar que el programa de nuestro bloque radical-cedista no está agotado, y que hay Gobierno para rato –añadió. Y alzó la copa para brindar con el jefe de los radicales–. Don Alejandro, es fácil incurrir en errores y flaquezas. Y quizá la historia nos señale pecados, pero estos son perdonados cuando se ha amado mucho. De modo que a don Alejandro Lerroux, porque ha amado mucho a España, y por eso España le venera y admira…
Gil-Robles se mostraba más afectuoso de lo normal: era consciente de que no era momento de parecer reservón, pues sabía que una parte de los radicales quería romper el bloque gubernamental. Por su parte Lerroux, el Viejo León, agradeció sus palabras y se centró en su gran obsesión política, el ensanchamiento de la base de la República.
-Siempre he dicho que la pequeñez de la masa republicana es para mí una realidad palpable y también el mayor peligro del régimen. Es menester ensancharla, porque sin esa masa neutra que nos dio el triunfo en las elecciones de abril del 31, la República no existiría y tampoco, si los votantes se espantan, durará mucho. Yo, que entonces me sentí ligado y obligado a esos hombres neutrales, les brindo hoy el homenaje de mi lealtad. Hombres que no son de mi carne, ni de mi sangre o mi espíritu, pero de los que no he tenido que lamentar lo que he lamentado de otros hombres de mi sangre, de mi carne y mi espíritu –exclamó, puesto en pie y con la copa de champán en alto–. Hubo largos aplausos radicales y también, aunque más tibios, de la CEDA.