No ha pasado tanto desde aquel tiempo en que Albert Rivera solo encontraba tribuna en medios conservadores. Las críticas de El País eran entonces mezquinas. El diario no publicaba sus artículos, no prestaba la más mínima atención a sus propuestas pero a su vez le reprochaba que se cobijase en cabeceras, a su juicio, poco recomendables. Rivera, allá por 2009, estaba en lo que los ajedrecistas llaman el zugzwang: cuando cualquier movimiento permitido sólo supone empeorar tu situación. A él, que se declaraba de centro izquierda, la prensa socialdemócrata le dio a elegir entre el silencio y la infección derechista. Y eligió bien.
En 2009, Rivera era un político aparentemente exhausto, en catastrófica alianza con los euroescépticos de Libertas, con el partido en rebelión y abandonado por la intelligentsia que le había engendrado. Su éxito personal, como el de Rajoy, es la confirmación de que en política casi siempre gana el fajador. Per ardua ad astra, como reza el lema de la RAF.
En estos días aciagos, Pablo Iglesias puede encontrar aliento en el ejemplo de su rival. Si su arrogancia se lo permite. Desengañémonos, hasta ahora la vida política del líder de Podemos había sido de una placidez pasmosa. Tras el descalabro en Cataluña, justo a las puertas de la campaña a las elecciones generales, su proyecto presenta síntomas de agotamiento e Iglesias se enfrenta a la prueba decisiva de cualquier liderazgo: el test de resistencia.
En ese contexto su ausencia en la recepción en La Zarzuela por el Día de la Hispanidad es algo más que un gesto de mala educación. Puede que hoy haya firmado su acta de defunción política. El plantón al Rey es una torpeza que sitúa a Iglesias más cerca de aquel profe con piercing que desbarraba en Youtube que del pragmático renovador de la socialdemocracia que Errejón lleva meses tratando de fabricar.
Un político que aspira al poder jamás debe renunciar a estar presente en los centros de poder. No es necesario ser politólogo para llegar a esta conclusión. Antes muerto que apocalíptico. Ha bastado con un grave revés electoral, uno, para que los dirigentes podemitas vuelvan a ofrecer esa imagen infantil del que reclama una invitación para rechazarla. Para impugnar, en definitiva, el resultado del pulso que se libró hace unos meses entre ortodoxos y pragmáticos para convertir a Podemos en un "partido de gobierno" y que terminó con la defenestración de Juan Carlos Monedero.
Prácticamente en paralelo dos formaciones tan dispares y a la vez tan similares como el Frente Nacional francés y Podemos iniciaron un aggiornamento para no perder su gran oportunidad histórica. Marine Le Pen echó a su propio padre del partido. Pablo Iglesias todavía no ha sido capaz de ponerse un traje. Veremos.