Si hace un año, cuando las encuestas advertían de que Podemos era líder en intención de voto, le hubieran dicho que se pelearía en un programa de televisión por el centro, Pablo Iglesias no se lo habría creído. Tampoco sus seguidores. Y si hubieran agregado que el adversario sería Albert Rivera, a quien entonces menospreciaba públicamente -nuestro rival es Rajoy, afirmaba-, menos aún.
Pero la realidad es terca, y también irrefutable, e invita a que algunos -los más listos- rehagan su camino para conducirse por otra senda, una más sutil y más poblada de votos.
Aprender de los errores es la mejor manera de afrontar el mundo político -y cualquiera de los otros-, aunque pocos lo descubran. La mayoría prefiere instalarse en sus castillos amurallados y esconder la porquería donde, mezclada con todo lo demás, apenas se vea.
No es el caso de los emergentes. Así que Iglesias y Rivera, como dos contendientes que aspiran a todo y poco tienen que perder, se citan con Évole y se golpean con escaso punch, no vaya a ser que, tumbado cualquiera de ellos, se potencie el bipartidismo.
Asaltar los cielos ya no es posible en un país que celebró la batalla y la ira contra los abusos, pero que no quiere ser Grecia. Ganar elecciones posando desnudo tampoco es, pasados los 35, una opción. Así que ambos han optado por apuntarse a la moderación y a la lucha por el centro.
Con el PSOE sufriendo aún el peregrinaje por el desierto al que lo envió Zapatero y con el PP erosionándose cada día más con el enroque de sus líderes, que prefieren no ver la debacle a la que se dirigen el 20-D, los dos partidos regeneracionistas manejarán las claves del próximo Gobierno.
Pero la remontada que pretende Pablo no parece posible: la mejoría de la economía del país, por mucho que se pretenda ignorar, resulta incuestionable.
Al PP la baza del miedo a los inexpertos o extremistas no le basta, como tampoco lo hace la recuperación económica. La corrupción y la apatía de su presidente, que no es precisamente el candidato más carismático, lo debilitan demasiado.
El PSOE, ni con refuerzos de otros partidos en proceso de desaparición parece convencer como la alternativa de cambio que Sánchez promueve: resulta excesivo el peso de los desastres económicos a los que nos condujeron los últimos gobiernos socialistas, que ni vieron venir la crisis ni hicieron nada para atenuarla.
El futuro se asoma, impaciente, y está, justamente, en el centro.