Este tiempo español complicado es también propicio para las emociones civiles. Vale decir también patrióticas, dándole a la palabra un acento civil; es decir, crítico e ilustrado. Después de todo, así ha sido históricamente el patriotismo español cuando ha sido eso y no patrioterismo. Un patriotero resulta menos patriota que nacionalista: más que por la patria real, siempre compleja y con defectos, el nacionalista se mueve por una abstracción puritana, mutiladora.
El nacionalismo podría definirse, de hecho, como patriotismo sin autocrítica. Lo recordaba el domingo Ignacio Martínez de Pisón en el acto que Societat Civil Catalana organizó en Barcelona bajo el lema de “La España que nos une”. Hubo otros buenos discursos, como el de Rafael Arenas y Joaquim Coll, presidente y vicepresidente de SCC, o el de Núria Amat. Pero el que me emocionó, el que me ha emocionado al verlo en vídeo, porque no estuve allí, ha sido el de Juan Claudio de Ramón.
De Ramón es un amigo reciente, más joven que yo, muy joven, que ha estado destinado unos años en Ottawa como diplomático (nuestra comunicación ha sido por internet) y hace un par de meses se incorporó a su nuevo destino: Roma. Suele escribir artículos de carácter cultural en Jot Down y reflexiones sensatas sobre la cuestión catalana en El País. El domingo se levantó temprano, tomó un avión de Roma a Barcelona, asistió al acto de SCC y por la tarde regresó.
En persona solo lo he visto una vez, de momento, en una inolvidable cena que Manuel Arias Maldonado y yo tuvimos con él en abril, en Málaga. Venía de Ronda, donde estaba asistiendo a un congreso, con un libro de Rilke de regalo. Además del afecto personal, de las complicidades, de la estupenda conversación y las risas, encontré en él a un verdadero servidor público, aunque la expresión suene rimbombante. Quizá me llamó la atención porque no estoy acostumbrado a tratar con ese tipo de gente.
No sé cuántos hay como él, pero no creo que muchos. Al país le iría bien si la clase dirigente –en un sentido anglosajón– la compusieran personas así: formadas, cultas, sensibles, capaces y sensatas.
De su discurso del domingo me emociona sobre todo la limpieza. Su manera de hablar de España sin complejos y sin énfasis. Con una naturalidad extremadamente civilizada. La lucidez con que disecciona el nacionalismo. El toque tímido pero firme. La convicción pudorosa, por tener que estar defendiendo los rudimentos de la libertad política y de la convivencia a estas alturas. Y la gracia con que termina: “Así que ¡ea, españoles!, defendamos nuestro estado democrático y el país que nos une”.