El bullying es la peste de la escuela. Hace relativamente poco que se le ha puesto nombre, pero el bullying existió siempre, como siempre existió el niño gordito, el niño débil, el niño raro que no se adapta y al que algunos deciden rechazar desde la violencia y el matonismo. Ningún crío está obligado a que le caigan bien todos sus compañeros. Y sí, es humano sentir antipatía por algunos de nuestros semejantes.
Pero alguien tiene que enseñar al chaval, desde los rudimentos de la ética, a tolerar al que no gusta, a relacionarse con él, a respetarlo. No hace falta que invites al cumple a ese niño con el que no te llevas bien, no hace falta que juegues con él, que compartas tu merienda, que le rías las gracias. Pero un día tendrás que sentarte a su lado en una clase, pedirle un lápiz, prestarle un libro, cederle el paso en una puerta. Se llama convivencia. Se llama civilización. Se llama tolerancia y es lo que nos separa de las bestias.
Me pregunto qué explicaciones sobre el bullying dan a sus hijos los que se concentran en la plaza de la Escandalera durante la ceremonia de los premios princesa de Asturias para protestar por su celebración. Cómo le dices a un chaval que jamás se emplea la violencia contra el antagonista cuando organizas una concentración para abuchear a los participantes de una fiesta que no compartes. Qué se le cuenta a un niño para justificar el vituperio a un colectivo entre el que están, por ejemplo, los misioneros que se enfrentaron al ébola cuando el mundo se ponía de perfil. Y no, no me vale que me digan que el chorreo se dirige sólo a algunos: cuando se berrea al paso de una comitiva, el chaparrón moja a todos.
Este escrache, agitado por cierto desde la concejalía de cultura del Ayuntamiento de Oviedo (ay, Señor), es una pérdida de papeles y un pésimo ejemplo para cualquiera. Es lícito querer que los Premios Princesa de Asturias no vuelvan a celebrarse, igual que un niño tiene derecho a no jugar en el recreo con el compañero de clase que le cae fatal, pero eso no da patente de corso para cebarse en el escarnio al oponente, y me da igual que sea un pobre cura que se ha pasado media vida en la selva, o el mismísimo Felipe VI. Y no se extrañen cuando los niños que ven a los mayores desgañitarse al paso del enemigo tomen nota del modus operandi: “Si mi padre puede insultar a Coppola, a ver por qué no voy a insultar yo a Romerales, que es un raro de narices y ni siquiera hace películas”.