Esta semana, el no-líder de Junts Pel Sí, Artur Mas, ratificaba su conversión al dadaísmo sosteniendo en Le Monde que su nación compuesta por dos millones de personas, incluidas las que le aporta esa CUP que le ha quitado la corbata y le afea que los Mossos d’Esquadra detengan a presuntos delincuentes, sería equivalente a una nación como Austria o Dinamarca, dos países europeos con sus defectos, como cualquiera, pero bastante más sólidos y, ahí es nada, con cuatro veces más población.
Culmina así en francés el esperpento inaugurado por una presidenta del Parlament que da vivas a una república hoy por hoy ficticia y que niega la condición de verdaderos catalanes a quienes no suscriben sus ideas, lo que de paso, se deduce, la exime de tener que representarlos. Esperpento puesto luego en negro sobre blanco en una propuesta de declaración unilateral de independencia que plantea nada menos que desvalijar contra su voluntad a millones de ciudadanos españoles, estableciendo al margen de la ley una hacienda y una seguridad social catalanas, cuyas exacciones, sin ese amparo legal, en muy poco diferirían de las de José María el Tempranillo sobre sus indefensas víctimas. Como se ha visto, tampoco diferiría mucho su destino: pese a la visión romántica del incauto de Merimée, el bandolero del XIX recaudaba para sí, algo que las cajas fuertes con miles de euros y los millones en efectivo trasvasados a Andorra sugieren que está también en el ADN de ciertos salvapatrias.
Quizá, en su proceso de desconexión de la realidad, Mas, y quienes lo jalean y utilizan, llegaron a creer que el Estado español, en estos días representado por Mariano Rajoy, hombre con fama de poco diligente, no haría nada para impedir el atropello. Pero una cosa es no ser hiperactivo y otra hacer que te regalen descaradamente el sueldo, como sería el caso de un presidente del gobierno español que no mueve un dedo para defender a sus conciudadanos de una partida de salteadores de caminos.
Muchos españoles no hemos apoyado a Rajoy y esperamos que no sea nuestro presidente a partir del 20 de diciembre, pero en este trance, que se asemeja demasiado a una agresión, no podía no tener, de cara a atajar el abuso, el apoyo del líder de la oposición y de cualquier otro líder que aspire a serlo de este dolido país. Las dudas de Pablo Iglesias sugieren que tal vez haya dejado de apetecerle llegar algún día a tener esa condición.
Para luego queda lo que de verdad importa, y en lo que ha fallado miserablemente el PP en esta legislatura y en alguna otra: construir, mediante el diálogo y la disposición a encontrar un punto de equilibrio que no será del todo satisfactorio para nadie, una identidad española inclusiva de cuantos hoy por hoy llevan el pasaporte de nuestro país. El independentismo catalán acaba de dar una magnífica oportunidad, quitándose la careta y revelándose como una ideología surrealista y excluyente. No debería costar mucho hacer a los catalanes, desde España, una oferta mucho más digna, inteligente y, sobre todo, atractiva.