Pese a lo que pueda parecer por su enorme impacto mediático, los accidentes graves de aviación son un suceso raro y gracias al progreso, cada día más. Nunca hubo más vuelos que ahora mientras que el número de siniestros totales no deja de descender. En el momento en que escribo esto hay casi doce mil aviones comerciales surcando los cielos del mundo. Y así es a toda hora, todos los días del año, millar arriba o millar abajo; unas cifras jamás vistas. Sin embargo, en lo que llevamos de 2015 sólo hemos perdido tres aviones comerciales con todos sus ocupantes: el Germanwings 9525 que ya tratamos aquí, un ATR-42 indonesio de una de esas compañías prohibidas en Europa y el Kogalymavia / Metrojet 9268 que se estrelló anteayer en la Península del Sinaí. Quizá este no sea el mejor momento para decirlo pero la pura verdad es que si acabamos el año así se habrán batido todos los récords de seguridad aeronáutica de toda la historia de la aviación.
Lo del Germanwings ya parece haber quedado claro que fue la consecuencia de algo tan difícil de asegurar como la mente humana. Lo del Metrojet acaba de suceder y como de costumbre tardaremos algún tiempo en descubrir qué se lo llevó con sus 224 vidas, 17 de ellas menores de edad. Pero es el tipo de siniestro que parece despertar alguno de nuestros miedos más profundos: el avión que se desploma del cielo en una terrorífica caída sin la menor oportunidad de sobrevivir. Y claro, todos queremos saber más y lo queremos ya, pero la investigación de los accidentes aéreos complejos tiene un tempo más lento que el que desearían los medios de comunicación y el público en general, por no mencionar las familias y amistades de las víctimas. Al menos, si se quiere hacer bien.
Conjeturemos un poco. Tras décadas de iteración sobre iteración de avances en la seguridad aérea, no van quedando muchos modos de que un avión se venga abajo sin más. Descartando el bombazo y el derribo –cosa esta última que parece muy improbable en esta ocasión debido a la ausencia de armamento en malas manos capaz de destruir un blanco a más de diez kilómetros de altitud y 750 km/h de velocidad– sólo tenemos las tradicionales opciones de Perogrullo: fallo humano, fallo técnico, una combinación de ambos o un suicidio homicida como el del Germanwings.
En este caso del Metrojet 9268 no parece haber por el momento ninguna indicación que apunte al suicidio. Por el contrario, sí ha salido alguna noticia sugiriendo que el avión podría no haber estado en condiciones para volar. Según esta información, el copiloto Serguéi Trukhachev telefoneó a su hija antes de despegar y le confió sus temores sobre el estado de la aeronave. Hoy mismo, un funcionario egipcio ha afirmado que el aparato se partió en dos antes de caer a tierra. Esto es bastante fácil de saber a primera vista por la disposición de los restos: los fragmentos de un avión que se estrella de una sola pieza quedan concentrados en un área reducida alrededor del punto de impacto, mientras que las desintegraciones aéreas dan lugar a una estela o al menos varios campos de restos esparcidos a lo largo de distancias mucho mayores. Se trata de un indicador tan claro y evidente por sí mismo que es prácticamente lo primero que miran los investigadores de accidentes aéreos.
Si estas noticias son ciertas, ¿qué puede hacer que un avión se desintegre en el aire? Pues básicamente tres cosas: una fuerte explosión a bordo –que no tiene por qué ser intencional, como le sucedió al TWA 800 en 1996–, una colisión aérea como la sucedida sobre el Lago Constanza en 2002 –descartable aquí, pues no parece haber ninguna otra aeronave implicada en el siniestro– y un fallo estructural severo como el de los Jumbos Japan Airlines 123 de 1985 o el China Airlines 611 en 2002.
Reseño estos dos últimos ejemplos porque hay una similitud llamativa con el siniestro del Metrojet 9268: los tres aparatos sufrieron un fuerte golpe de cola (tailstrike) y fueron reparados años antes de su último vuelo. Despegando de Osaka el 2 de junio de 1978, el Japan Airlines 123 (Boeing 747SR, nº de serie 20783/230) golpeó la pista con la cola tan violentamente que partió el mamparo de presurización trasero, entre otras averías. La aerolínea reparó los daños y el avión retornó al servicio.
Siete años después, el 12 de agosto de 1985, sufrió una brutal descompresión explosiva poco después de despegar de Tokio con destino a Osaka, tanto que le arrancó de cuajo gran parte de la deriva (lo que la gente llama el “timón”) y le seccionó todos los conductos hidráulicos. Pese a los extraordinarios esfuerzos de la tripulación para salvar el aparato casi sin control alguno durante 32 agónicos minutos, acabaron estrellándose en el monte Osutaka con la muerte de 520 de sus 524 ocupantes. Sin contar lo del 11-S, es el segundo peor accidente de la historia de la aviación después de lo de Los Rodeos. La investigación determinó sin ningún género de dudas que las reparaciones efectuadas en 1978 fueron defectuosas, originando puntos de fatiga de materiales que con el tiempo y el uso terminaron extendiéndose y provocando el fallo estructural catastrófico aquella mañana veraniega de 1985.
La historia del China Airlines 611 (Boeing 747-209B con nº de serie 21843/386), una aerolínea taiwanesa, es poco menos que idéntica. Aterrizando en Hong Kong el 7 de febrero de 1980, golpeó también la pista con la cola y la arrastró varios cientos de metros, resultando igualmente en daños diversos que incluían al mamparo de presurización posterior. La aerolínea reparó las averías y el aparato volvió a volar a finales de mayo. Justo 22 años después, el 25 de mayo de 2002, la reparación falló sobre el estrecho de Taiwán mientras viajaba de Taipei a Hong Kong. Esta vez la tripulación ni siquiera pudo intentar nada: fue una descompresión explosiva tan extrema que arrancó la cola entera y hasta desnudó a gran parte del pasaje como suelen hacer las bombas de gran potencia. Así destruido, el Jumbo se precipitó al mar desde 35.000 pies de altitud, pereciendo todos sus 225 ocupantes. De nuevo, la investigación estableció que las reparaciones habían sido mal efectuadas y ocasionaron el mismo problema de fatiga de materiales que se fue acumulando hasta que el avión no pudo más.
Resulta ahora mismo totalmente especulativo pero interesante saber que el Metrojet 9268 siniestrado este viernes (Airbus A321 con nº de serie 663) también experimentó un fuerte golpe de cola al aterrizar en El Cairo el 16 de noviembre de 2001, volando entonces para la compañía libanesa Middle East Airlines. Como en los dos casos anteriores, el avión fue reparado y volvió a los cielos. Este viernes, casi catorce años después, lo hizo por última vez en lo que según las noticias disponibles podría ser otra desintegración en vuelo. Pero esto, por supuesto, no es sino otra conjetura más. La gente sabia hará muy bien, como siempre, en esperar al informe final. Y la más sabia, además, aprenderá de él para que nunca vuelva a ocurrir. Miles de vidas dependen de que sea así.
*** Toni E. Cantó es periodista especializado en información cientifica y tecnológica, y autor del blog de divulgacion "La pizarra de Yuri".
*** Ilustración: Jon G. Balenciaga