El último drama de los refugiados ha provocado que no haya día sin imágenes de niños que mueren o que pueden morir en cualquier momento. Son fotos que nos acompañan a la hora del desayuno, la comida o la cena y que forman parte de nuestra vida al menos durante unas horas, no más. Rostros mínimos que nos hieren y nos indignan, aunque al parecer no lo suficiente como para preguntarnos por qué el pasado año, en el que durante cada uno de sus 365 días perdieron la vida más de 17.000 pequeños, todo esto no tenía reflejo en medio alguno.
La muerte es así, hasta la de aquellos que acaban de llegar y ya se están marchando. Se convierte en noticia cuando algunos vivos quieren. Una imagen bien distribuida tiene el inmenso poder de poner en marcha el gran circo universal de la hipocresía, de hacernos preguntas cuya respuestas conocemos pero omitimos para no sentirnos infinitamente peor. Son instantáneas que generan un sinfín de mala conciencia colectiva; mala conciencia que aligera los bolsillos de una u otra manera de quienes piensan que estar en paz consigo mismo es directamente proporcional al donativo mensual de un puñado de euros. No hablamos de cantidad, hablamos de calidad. No queremos ser conscientes de que damos la espalda a lo que sucede a no se cuántas horas de nuestra felicidad excluyente, no queremos ser conscientes de que estas imágenes aligeran nuestra calderilla pero no activan realmente nuestras conciencias individuales.
Una simple foto es un detonante infinitamente mayor que los más de 6.000.000 de niños muertos a lo largo de todo el año 2014 sin un fotógrafo al lado. Y que se fueron por culpa de hambre, sed, maltrato y enfermedades que ni siquiera lo son en cualquier poblacho de nuestro entorno. Pero de esta hipócrita burbuja en la que nos escondemos sólo salimos cuando vemos a Aylan, aquél pequeño de tres años que se ahogó frente a las costas de Turquía tras escurrírsele a su padre de las manos cuando huían del infierno. O a la pequeña que la pasada semana, en Lesbos, recibía un masaje cardiaco en su mínimo y escuálido pecho intentando retrasar lo inevitable.
Aylan disparó nuestra alarma de hombres afortunados porque le vimos la cara, porque no se va de nuestra memoria su cuerpecillo inerte sobre la orilla de esa playa o desmadejado sobre los brazos del policía que lo recogió. También recordamos la cara de esta pequeña sin nombre, que al igual que Aylan huía de la sinrazón siria, y que continúa pegada a nuestros ojos por culpa de la neblina de su mirada perdida, irremisiblemente perdida.
Nuestra moral es muy laxa y nuestra capacidad de avergonzarnos mínima si únicamente por una foto más o menos estremecedora empezamos a derramar lágrimas de cocodrilo. No quiero hablar de gobiernos que no hacen, sino de lo que no hacemos nosotros. Este es el problema, lo que no hacemos y sin embargo no nos impide seguir adelante sin ningún tipo de sobrecarga adicional, de remordimiento.
En lo que me ha costado escribir estás líneas han muerto más de 700 niños en todo el mundo. Y de ninguno de ellos nos llegará una imagen.
Ya nos vale.