Existe una ciudad de provincias por cuyos rincones despoblados, espinosos, periféricos, pasean los paseados, y gimen, y tiemblan, y aguardan quejosos, clamando por su recuerdo. Para ellos, el Cielo es un lugar donde todos los días hay paella, aunque el rehogado del caldo sean los golpes de sus verdugos. Es el lugar donde cada reloj sólo marca las horas fatales.
Sigue estando al fondo, bajo tierra, en la avenida donde los desaparecidos ensayan posturas de muerto, pese a que no haya tumbas para llevarles flores. Allí nadie los peina ni endereza sus almas. Son sonámbulos endomingados. Sonríen a las vigilias de esa cámara digital llamada olvido que, desenfocando de lleno nuestras pesadillas, estornuda y nos salpica.
Después de un largo tiempo de noestar, hoy me acuerdo de uno de sus poemas y pregunto qué se sabe de él. Me recuerdan que sigue perdido. En el barranco de Víznar, kilómetro veintempunto de cada madrugada descosida. ¿No me encontraron? No, no me encontraron. En este verso, preconizó su propia desaparición el poeta granadino; sin embargo, nadie previó la ausencia de los 43 estudiantes de la ‘matanza de Iguala’, ocurrida en 2014.
Lorca, espacio en blanco. Vacío. El vacío. Lo vacío. El otro. Lo otro. Para explicarnos a Lorca está él. Gibson, el hispanista. Ian Gibson, el cumplido albañil de omisiones que recubre de gotelé el abismo lorquiano. Poeta en Granada. Paseos con Federico García Lorca. Así se llama el último y reciente libro de Gibson. La topografía de un vacío que se torna en indispensable. Lo ha vuelto a hacer. Un nuevo acierto.
Anoche, también a ellos, los eché de menos. Y los busqué y rebusqué en cunetas que no suelo frecuentar. De hecho, hasta exhumé algunas sepulturas, repletas de nada, a dentelladas. Pero tampoco encontré quién pudiera darme razón de su ausencia. Los pobladores del estado mexicano de Guerrero creen que acaban de hallarse las fosas donde están enterrados sus 43 cadáveres.
Confiemos en que sea la feroz linterna que alumbre el ‘caso Ayotzinapa’, esa zozobra que cada noche ensombrece México desde hace un año. Ellos son los últimos realquilados llegados a la ciudad de los barrancos. E imagino que les tocó aprender, a fuerza de sufrimiento, a pedirle poca cosa a la vida. Muertos, sin enterrar, en vida. Sueño a un hispanista/mexicanista para explicarnos tanta ausencia. Pero no aparece.
Cuando la ‘memoria histórica’ de las ciudades se reconvierte en ‘histérica’ por culpa de sus ejecutores, entonces, mi querida Houston, tenemos un problema.