El pasado 27 de octubre, el Consejo para Asuntos Interculturales de la Universidad de Yale envió un email a todos los estudiantes pidiéndoles “sensibilidad” a la hora de escoger su disfraz de Halloween. El miedo del Consejo era que los estudiantes se liaran la manta a la cabeza y decidieran disfrazarse de Pocahontas, de Emiliano Zapata o de Confucio. Corrijo: que optaran por disfrazarse de Pocahontas, de Emiliano Zapata o de Confucio siendo blancos. Obviamente, los estudiantes de origen nativo, mejicano o chino pueden disfrazarse de lo que les salga de las gónadas, que para eso son minorías oprimidas aunque estudien en Yale, una de las universidades más elitistas de los EE. UU.
Tres días después, la profesora Erika Christakis escribió un email de respuesta en el que dijo cosas como “me resulta difícil darle crédito a la queja de que hay algo inapropiado en el hecho de que una niña rubia quiera disfrazarse de Mulan por un día”. No se crean que Erika Christakis es la Oriana Fallaci de Yale: su email es sumiso, dócil y vasallo hasta el paroxismo. Lo único que pedía la pobre mujer era un poco de sentido común.
El linchamiento no se ha hecho esperar. Buena parte de los estudiantes de la universidad han acusado a la profesora (y a su marido, también profesor, que se solidarizó con ella) de impedir la creación de “un espacio seguro” para los estudiantes. Algunos de esos estudiantes han pedido incluso la dimisión de Erika y de su marido con argumentos tan poderosos como el de que “no lo pillan, yo no quiero debatir: quiero hablar de mi dolor”. El insondable dolor y la rampante inseguridad de un estudiante de Yale de origen indio que se cruza por el campus con otro estudiante disfrazado de Gandhi, ya saben.
La tentación es pensar que esto no es más que otro ejemplo de papanatismo políticamente correcto. En realidad, lo que está en juego (de momento en los EE. UU. y pronto aquí) es algo un poco más complejo. Es la llegada a la edad adulta, y por lo tanto a los centros de decisión política, de cientos de miles de individuos educados en la idea de que el baremo para decidir lo que es tolerable o no en sociedad es su sensibilidad. Es decir su santa voluntad. Décadas de teorías pedagógicas quejicas, resentidas, analfabetas y acientíficas destinadas a la creación de una generación de rebeldes iconoclastas con mucha autoestima y lo único que hemos conseguido es una secta de blandengues victimistas iconoplastas. Alguien debería hacérselo mirar.