Una de las cosas que más impacta a los recién llegados a una gran ciudad como Madrid es la vaga conciencia de estar cercado por la contaminación. De tanto en tanto, las reconvenciones radiofónicas a los deportistas para que se abstengan de hacer ejercicio al aire libre enervan al más flemático como el aullido tremebundo de las sirenas antiaéreas. Ulula en el subconsciente del emigrado de provincias, tan impresionable en su adaptación, el miedo aprendido en las guerras de sus abuelos.
Las aprensiones, como los rabos de puerco o las pecas, se heredan a través de las adherencias químicas que deja en el cerebro el trasiego de los años. Lo dicen neuro-humanistas como el profesor Francisco Mora. Pero el tiempo domestica el sobresalto, a la fuerza ahorcan, y uno olvida los stucas rasantes en el subsótano del alma y sale a trotar, tan temerario, por La Castellana, Las Ramblas o las aceras de cualquier polígono industrial.
La ciencia divulgativa, las autoridades y los medios mudan la forma en que se manifiestan estos temores aprehendidos. Un día el cangrejo acecha a los fumadores pasivos con estadísticas precisas de niños con cáncer y sentencias condenatorias a padres desaprensivos. Otro, amenaza la parca embutida en las carnes procesadas. Al día siguiente morimos envenenados por el plomo de los túnidos. Y así sucesivamente en una rueca de alarmismos recurrentes que hunde sus ejes en los ojos pasmados de los milenarios. La genética.
El miedo, que es palanca de cambio de las reses y la Historia, ha vuelto a Madrid en forma de boina tóxica, de tal modo que las disposiciones municipales y la profusión de testimonios, fotografías y estadísticas sobre la polución en las capitales no ha hecho sino acrecentar la sensación de vivir permanentemente en peligro, en estado de sitio.
No es cosa de comulgar con aquel primo de Rajoy que negaba el cambio climático, la amenaza real, pero tampoco de acabar embozados como Michael Jackson, o rezando la tabla periódica y sus combinaciones de dióxidos, monóxidos y moléculas de hollín en suspensión a la hora del telediario.
Convengan conmigo en que esta chapela sobre las terrazas estimula principalmente una orgía de radares, parquímetros y paciencias a prueba de atascos. Que aunque en todo buen marxista subyace un salvaje en bicicleta, la contaminación de los coches apenas supone una cuarta parte de la polución de fábricas y calderas. Y que aunque siempre habrá individuos dispuestos a destruir máquinas de coser, a confiscar coches y a cerrar industrias y talleres, a estas alturas de mundo, el regreso a Atapuerca o la vuelta a una vida bucólica supera con creces nuestras fuerzas, nuestras nóminas y nuestras jurisdicciones. Pongamos de nuestra parte, pero el miedo no es alternativa de nada.