Quienes claman por el diálogo en toda circunstancia conocen, sin duda, su carácter civilizatorio. Al invocarlo están invocando la civilización: manifiestan una intención civilizatoria. Pero ignoran lo que es diálogo: ignoran que requiere ciertas condiciones y no puede darse en toda circunstancia. No porque no se quiera, sino porque no se puede.
El diálogo depende de dos, la intención de uno no basta. Sencillamente, no es posible dialogar con el que amenaza con matar a su interlocutor, por voluntarioso que este sea. Tampoco es posible dialogar con el que tiene una idea sustancial del lenguaje: con el que no se acomoda a su carácter de mero instrumento simbólico; incluso (y con más razón, cabría decir) cuando lo que nombra es la divinidad.
Del terrorismo islamista hemos pasado al recuerdo del terrorismo de ETA, por el aniversario del asesinato de Ernest Lluch en 2000. Aurora Nacarino-Brabo ha escrito en EL ESPAÑOL sobre él. Y ha recuperado el vídeo en que Lluch les dice a los proetarras un año antes, en un mitin del PSOE en San Sebastián: "Qué alegría llegar a esta plaza y ver que los que ahora gritan antes mataban y ahora no matan. [...] ¡Gritad, porque, mientras gritéis, no mataréis!".
Aquellos gritos de 1999, aquel no escuchar y casi no dejar hablar, que ya de por sí inutilizaban todo propósito de diálogo, se tradujeron en el asesinato del que quería dialogar. Por eso la famosa insistencia en el diálogo de Gemma Nierga, sin duda bienintencionada, era de una negligencia insoportable. Leo ahora en la noticia que Pasqual Maragall también metió baza entonces, con retórica prepodemita: "El presidente [Aznar] se ha dado cuenta de cuál es el sentimiento de la gente". Al cabo, era una cuestión de sentimiento... y de emplear contra el gobierno del PP esa idea adulterada del "diálogo".
Savater publicó aquellos días un artículo en el que, junto a una hermosa evocación de Lluch, recordaba cómo este lo tachó en su momento de "visceralmente nacionalista" (español, se entiende, según el ping-pong habitual); solo por haber denostado el nacionalismo. Lluch también tachó de nazi a Jünger, que era conservador e incluso reaccionario, pero antinazi. En estos casos su espíritu tolerante caía en la intolerancia.
Al final, había una determinación ideológica que trazaba, según la triste expresión que se pondría de moda en el zapaterismo, "cordones sanitarios". De los que paradójicamente se quedaban fuera aquellos que iban armados y mataban; y los que, por absolutizar el sentimiento, malversaban en la práctica el verdadero diálogo: ese que no es posible si no se dan las condiciones.