Resumen de lo publicado.- La policía continúa sus pesquisas para aclarar la autoría del atraco perpetrado por Navarrete y su amigo Lenin. El comisario va a hablar con la viuda del barrendero asesinado.
-¡Carabanchel bajo, primera parada! –gritó el conductor.
El carnoso comisario jefe señor Lino, que esperaba de pie, agarrado a un asidero junto a la puerta, se apeó del tranvía y saltó, sin demasiada agilidad, a la calle. Ese lunes venía de los locales de la Primera Brigada, donde llevaban ya dos días él y sus hombres con las investigaciones del atraco de la plaza de la Villa. Después de discutir con el juez instructor, el director general de Seguridad había hecho unas declaraciones a la prensa manifestando que el atraco no era culpa de la policía y que la responsabilidad debía de recaer exclusivamente sobre la incuria del Ayuntamiento ("Es de lamentar que, por una imprevisión tan notoria como repetida, haya sucedido un hecho escandaloso, que no hubiera podido suceder si se nos hubiese dado noticia de un traslado de fondos de tanta importancia").
Luego, en privado, se quejó de que el atraco hubiera tenido lugar a las puertas mismas de Prevención Municipal, donde, del retén de guardias municipales, todos habían desaparecido en cuanto sonó el primer disparo, y aprovechó para decirles, a él y al juez instructor, que no escatimaran medios en la investigación.
En el día mismo, además de tomar declaración a los implicados, Lino se había encontrado en la calle de Palos de Moguer, abandonado, el taxi utilizado por los atracadores. El coche presentaba cuatro impactos de disparo, uno en el cristal posterior y tres en el lado derecho trasero de la carrocería. Dos de dentro a fuera, y los otros al revés. Se dio por hecho que estos últimos correspondían a los realizados desde el balcón por el gestor municipal, el señor Morales.
Durante el registro se halló en la parte posterior de uno de los asientos un trozo de relleno manchado de sangre: uno de los atracadores estaba herido, y aquello lo confirmó el hallazgo de más sangre en la manivela de una de las portezuelas. También la camioneta municipal presentaba dos impactos de bala, según los expertos, de pistola Máuser.
Los interrogatorios al auxiliar y al mozo de caja no añadieron nada sustancial al relato de los hechos, salvo una pequeña indicación a propósito del barrendero, quien al parecer había estado haciendo preguntas a los compañeros sobre el traslado, mostrándose sorprendido de que no llevara escolta policial. Aquello bastó para poner la mosca detrás de la oreja al comisario Lino, quien, tras asistir junto a sus hombres al multitudinario entierro del funcionario la víspera –el entierro congregó a miles de personas en la Castellana; se le despidió como a un héroe– aprovechó para presentarle sus condolencias a la viuda y anunciarle que le gustaría hablar con ella. "Me desplazaré mañana a su domicilio", dijo, viendo el estado de la mujer.
De modo que aquí estaba. Por una vez, había cogido el tranvía desde la plaza Mayor y bajado por la calle de Toledo. Era a última hora de la tarde y el conductor, por una especie de embudo, echaba la arena que caía a través de un tubo en el carril, delante de las ruedas delanteras. Eso ayudaba al frenado y los granos de arenisca, aplastados por las llantas, crujían.
–¡Carabanchel Bajo! ¡Plaza de toros de Vista Alegre!
El comisario Lino esperó a que el tranvía se pusiera en marcha de nuevo para cruzar la calle y se alejó, con su andar pausado, en dirección a la plaza de toros. Al dejar atrás General Ricardos todo eran casas bajas y corrales de ambiente pueblerino. No estaba muy lejos de la plaza a la que se llamaba la Chata, por su escasa altura.
Alguna vez había venido. Desde ahí se podía ver saliendo, los domingos, al público de las novilladas, los chicos con banderillas ensangrentadas en las manos, cuando no a la propia cuadrilla de toreros, ya relajados bajo los brillantes trajes de luces. Tras comprobar los números, se detuvo junto a una corraliza donde secaban, tendidas, unas sábanas agitadas por el viento. La puerta, mal cerrada, golpeaba contra el marco. Llamó y se asomó una chica que reconoció del día anterior.
¡Mamá, es el policía que habló contigo ayer!
Cuando apareció la viuda, entendió que iba a ser complicado. Seguía de negro, con una toquilla sobre la cabeza, solo que ya no la acompañaban todas esas viejas plañideras, vela en mano. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto y no parecía dispuesta a dejarle pasar.
Escuche, señora, yo sé que es doloroso, pero no lo haga más difícil. He preferido acercarme, cuando podía haberla convocado en mi despacho. Necesito hablar con usted. Necesito descartar que no hubo nadie que ayudara desde dentro a los atracadores.
La mujer le miró con dureza. El comisario Lino esperaba que protestara, pero no lo hizo. Algo pareció pasar por su mente. Miró a izquierda y a derecha para comprobar que no había nadie en la calle. "Visto que ni siquiera han venido y que no parece que vayan a cumplir su promesa, bien podemos hablar de todo esto –dijo-. Pase".
Entregas anteriores
Artículo de Pla (1 de diciembre de 1935, domingo)
El atraco del año (30 de noviembre de 1935, sábado)
La denuncia de Nombela (29 de noviembre de 1935, viernes)
La tienda de ultramarinos
Mañana, 3 de diciembre de 1935, Ángel Navarrete y su socio se refugian en la tienda de ultramarinos y piden ayuda para escapar del cerco de la Policía.