Un líder joven que brilla en la televisión y que disputa el voto del centro. Un partido cuya ideología oscila entre el liberalismo y la socialdemocracia, y cuyo color oficial ocupa una franja entre el rojo y el amarillo. Una serie de propuestas regeneradoras, incluyendo el cambio de la ley electoral. Una vieja nación de Europa sumida en una crisis económica y con un nacionalismo periférico que reclama un referéndum de autodeterminación. Un país históricamente bipartidista donde un tercer partido de pronto tiene la llave de gobierno.
Efectivamente: hablo de Reino Unido en 2010. El joven líder es Nick Clegg; el partido es el de los Liberal-Demócratas, coloquialmente conocidos como lib dems. El escenario de pactos se traza después de unas elecciones generales en las que tanto los conservadores como los laboristas han sido incapaces, por primera vez en casi cuarenta años, de obtener una mayoría absoluta. Un espejo ante el que Albert Rivera, al considerar la posibilidad de quedar el 20-D como tercera fuerza y llave de gobierno (a pesar de las encuestas más recientes, no acabo de ver lo de que acaben primeros o segundos), haría bien en mirarse; pues Nick Clegg y los lib dems son ejemplo de victoria, pero también de fracaso.
Por supuesto, y como suele suceder cuando nos ponemos ante el espejo británico, podemos encontrar tantas diferencias como similitudes entre Albert Rivera y Nick Clegg, entre Ciudadanos y los lib dems. Estos últimos no eran novísimos de la política; producto de la crisis del laborismo durante la era Thatcher, a lo largo de los 90 y 2000 los lib-dems habían ido arañando de manera constante entre el 15% y el 25% de votos.
Su posición en el tablero político había pasado por varias fases, colocándose en ocasiones a la izquierda de los laboristas y en otras ocasiones a su derecha, como un coche en la autopista que dudase acerca de por qué lado adelantar. Además, el resultado de los lib dems en 2010 no fue producto de un espectacular despegue de voto como el que se augura para Ciudadanos: a pesar del gran resultado que habían llegado a pronosticar las encuestas, el partido de Clegg acabó perdiendo cinco diputados en aquellas elecciones, y se quedó en 57 de los 650 de la Cámara baja. Su posición de poder se debió más al equilibrio entre los dos partidos principales que a su propia pujanza. Y por supuesto, Reino Unido en 2010 no se encontraba ni por asomo en una situación de crisis institucional, territorial y económica como la que tiene España ante sí en 2015.
Lo fundamental, sin embargo, es que Nick Clegg se enfrentó a la misma serie de decisiones que Albert Rivera tendrá ante sí, con toda seguridad, el 21 de diciembre: ¿con quién pacto, y en base a qué? ¿Debo o no debo entrar en el gobierno? Y, una vez decididas estas dos cuestiones, ¿las mantengo a lo largo de la legislatura, o las supedito al runrún de las encuestas? Igualmente fundamental es que Clegg tomó, desde el punto de vista político, la decisión equivocada en cada una de estas disyuntivas. En las siguientes elecciones los lib dems fueron víctimas de una masacre electoral digna de Juego de Tronos, pasando de 57 diputados a sólo 8 (el 1,2% de la cámara).
La lección de los Liberal Democrats
La lección es ilustrativa, aunque poco edificante. Clegg fio toda su estrategia al concepto de la responsabilidad. Pactó con el partido conservador de David Cameron porque éste había ganado las elecciones, a pesar de que ideológicamente le era mucho más cómodo pactar con los laboristas. Luego entró en el gobierno a fin de dotar al Reino Unido de una estabilidad que contribuyese a capear la crisis económica e institucional. Y se mantuvo ahí a lo largo de toda la legislatura, a pesar de que su participación en un gobierno que realizaba dolorosos recortes iba minando de forma visible sus expectativas de voto.
La idea, de nuevo, era dar una imagen de responsabilidad: presentarse como un partido con sentido de Estado que anteponía las necesidades del país a su beneficio electoral, como un correctivo necesario a los extremos ideológicos, y como una alternativa seria y duradera de gobierno en Reino Unido. Clegg supuso que los votantes entenderían su relativa falta de poder en las decisiones gubernamentales al ser el partido más pequeño de la coalición (57 diputados frente a los 306 de Cameron); y que aceptarían que sólo iba a cumplir una serie de mínimos de su programa electoral. Pensó que, una vez asegurada la recuperación económica, los británicos le agradecerían haber sido pragmático y haber dotado al país de estabilidad gubernamental en tiempos de crisis.
Pero ese póster de Clegg con sombreados de Atticus Finch se iba convirtiendo, a ojos de los electores, en algo más cercano al retrato de Dorian Gray. Fue demasiado fácil para los otros partidos pintar su sentido de Estado como oportunismo, su concepto de la responsabilidad como una traición a sus votantes, su centrismo pragmático como una escandalosa falta de principios. Tras su primera experiencia de gobierno, los lib dems fueron incapaces de hacer funcionar la retórica del centrismo responsable y de la oposición al bipartidismo; en vez de eso recibieron en la cara todas las tartas de la peor demagogia electoral. El resultado es un partido que ha vuelto a ser irrelevante a escala nacional, y una nueva mayoría absoluta de uno de los dos pilares del bipartidismo británico.
El caso de Clegg y los lib dems es, por tanto, fértil en lecciones para Rivera y Ciudadanos en lo que se refiere a su consolidación más allá del 20-D. En primer lugar, muestra que la retórica del centrismo y de la oposición al bipartidismo dejará de funcionar en cuanto franqueen las puertas del Congreso. El partido debe, por tanto, dejar bien claros sus principios y su contenido ideológico para que, tanto si entra en el gobierno como si lo apoya desde fuera, resulte nítido su significado en el tablero político. A escala nacional, y una vez perdida la virginidad política, perder el mensaje, volverse pura funcionalidad, es hacerse el hara-kiri.
También resultará más seguro para los intereses de Rivera y compañía que no entren en un gobierno en el que quedarían en inferioridad de fuerzas, y que se limiten a criticarlo desde la tribuna y a apoyarlo en algunas votaciones, siempre a cambio de algo (seguro que en algún cajón del Congreso reposa aún el guion seguido por Pujol a lo largo de tantas legislaturas). Igualmente, Ciudadanos no debería fundamentar su decisión de a qué partido apoyar en el aspecto de la legitimidad democrática (quién ha ganado las elecciones) sino en base a qué apoyo le ayudaría más a reforzar su imagen electoral. Y finalmente, no debería temblarle el pulso a la hora de derribar un gobierno en caso de que su asociación con el mismo dañe su posición en las encuestas. La responsabilidad cotiza, en términos electorales, al mismo nivel que el bono griego.
Por supuesto, es probable que estos patrones de comportamiento no redundaran en beneficio de España. Pero ahí la responsabilidad pasa de Rivera al electorado español. Los políticos, aunque sean nuevos, serán políticos. La cosa cambia si son los ciudadanos, con minúscula, los que nos miramos en el espejo británico.
***David Jiménez Torres es doctor por la Universidad de Cambridge y profesor en la Universidad Camilo José Cela.