Bertín Osborne se ha convertido en el oscuro objeto de deseo de los políticos españoles. También María Teresa Campos. Y Calleja. Y Pablo Motos. Iñaki Gabilondo y Manuel Campo Vidal son historia. Los candidatos quieren ir a la televisión, esto ha ocurrido siempre, pero no necesariamente a hablar de política, esto es relativamente nuevo. Ahora ya no aspiran a mentar su libro y mucho menos sus ideas. Ahora buscan programas amables donde los ciudadanos creamos que son como nosotros, buena gente con los mismos problemas que el resto de los mortales, pero que además soportan con estoicismo y dignidad el estigma de ser político en un mundo hostil. Quieren espectáculos donde ansían ser los protagonistas sin necesidad de hablar de la tragedia del paro, de la crisis catalana, de la corrupción que nos acecha de norte a sur. Se acabó el tiempo en el que los jefes de campaña alertaban a sus líderes en pleno mitin para que lanzaran su mensaje estrella coincidiendo con la entrada en directo en los informativos televisivos de la noche. Ahora ya no hay necesidad de mensaje. Ni mensajes ni dramas, por supuesto. Quieren todas las ventajas de ser lo que son sin ninguna de las cargas que ello conlleva.
En televisión, los políticos ya sólo hablan de lo suyo en legítima defensa. Y sólo obligados por las circunstancias, por el qué dirán o porque las últimas encuestas les llevan inexorablemente a dar la cara. Su nivel de implicación en un debate de ideas es inversamente proporcional a las perspectivas electorales que se les suponen. Por ejemplo, Rajoy –muy ocupado leyendo, escribiendo y hasta viendo por televisión un partido de fútbol… y todo al mismo tiempo– no daría la cara hasta el 21 de diciembre si pudiera. Sánchez, si estuviera en su mano, que no lo está, prácticamente lo mismo porque se siente muy cómodo con el bipartidismo sin ser consciente de las dentelladas que recibe a izquierda y derecha. Por el contrario, Rivera e Iglesias o Iglesias y Rivera van de plató en plató para vender lo de la nueva política frente a la vieja. Y les da igual que sea en un debate o contándole su vida a María Teresa Campos. Preferiblemente lo segundo.
Y luego está Soraya, que sale en televisión por lo que sea. Punto y aparte con ella. Es la vicepresidenta con visos de presidenta. La oposición ha tragado con la bicefalia en el cartel electoral de los populares. PSOE, C’s y Podemos han aceptado de buen grado que el PP tenga dos candidatos a la Presidencia del Gobierno, por si acaso. A Soraya, además, hay que reconocerle una cierta habilidad para haberse puesto siempre de perfil en todos los trastornos sufridos por su trastornado partido, que han sido muchos y variados; siempre como si nada hubiera ido con ella, como si la mierda no la alcanzara, como si todo lo terrenal le fuera ajeno. Ha tenido la enorme capacidad de convertirse en imprescindible en sectores especialmente sensibles de la vida española. Es la dueña del fuego, se desenvuelve con holgura en los despachos del Ibex 35 y controla a los medios de comunicación a los que les ha dado la vida o perdonado la muerte. No es de extrañar que personajes tenebrosos del inframundo que aúnan lo político, lo económico y lo periodístico la sueñen como sucesora.
El despliegue televisivo del pasado fin de semana fue algo más que una simple casualidad más que nada porque en este universo a la más burda estrategia se la camufla de casualidad. Y lo del domingo sólo fue un anticipo de la subida a los cielos sin globo del próximo lunes, cuando Soraya se convierta en la estrella del debate a cuatro en la televisión amiga en el que sustituirá al todavía presidente de su partido y del Gobierno sin que nadie rechiste. Debate que ya tiene ganado de antemano por el mero hecho de asistir toda vez que los panolis de Sánchez, Rivera e Iglesias han caído en la trampa del PP, de Atresmedia y de la casualidad, y han permitido que en un enfrentamiento de números uno, les hayan colocado alguien que a priori va de dos.
En ocho días la sobreexposición de Soraya nos la presentará en todo su esplendor: como una mujer de hoy, aventurera y dinámica, y como una estadista de altura para que a nadie le surjan dudas sobre su enorme capacidad política tras haber machacado a tres varones. Siempre dispuesta por si España y su partido le piden que dé un paso al frente. El poder de la televisión es tan milagroso como infinito.