Hace un año, pongamos, quedé a comer con mi amiga Margarita Robles, alta magistrada y exsecretaria de Estado de Interior, estuvimos comentando la jugada de lo que pasa y lo que no pasa en Cataluña, y ella me hizo una serie de reflexiones tan interesantes como inquietantes. La mayoría están volcadas en mi libro ¿Los españoles son de Marte y los catalanes de Venus? (Península, 2015), libro que para mi asombro fue bastante asimilado y comentado en esta ingle de país donde parece que nadie leía y que a nadie le interesaba la política. ¿Será que ambas cosas están dejando de ser verdad?
Me decía la juiciosa Margarita que fue un error "garrafal" del Tribunal Constitucional "haberse cargado el Estatut como se lo cargó", tardando tanto tiempo en poner el huevo de una sentencia tan dividida y reñida encima. Nada que ver con el final de la película Doce hombres sin piedad. "Una cosa así sólo se puede tumbar por unanimidad", subrayó ella con convicción.
A la vez no tenía empacho ninguno en convenir –aunque ella jamás lo expresaría como yo me dispongo a expresarlo ahora: el fondo es de las dos, la forma es exclusivamente mía– que aquello era un auténtico sifilazo de Estatut. Una venérea inconstitucional en toda regla. Un ataque infeccioso y capcioso a los bajos de la Carta Magna, que sólo se podía curar de dos maneras: o castrando por lo sano o tirando de "voluntad política". Para entendernos, el mismo tipo de voluntad política que permitía a Calígula designar a su caballo predilecto senador de Roma. Será por falta de imaginación al poder.
Hete aquí que una se asoma al vértigo de los altísimos tribunales para descubrir fascinada que el contenido estricto de estatuts, cartas magnas y menudas, resoluciones por mis dos porrones, etc, solía ser no hace tanto lo de menos. Que las más de las veces se votaban las cosas a favor o en contra sin ni leerse el prospecto (por lo demás, el electorado solía hacer lo mismo). Que lo que contaba era el ánimo de quedar bien o no quedar mal con los unos, con los otros…
Insistía Margarita Robles en que llegado al punto al que con el Estatut se llegó, para pararlo hacía falta unanimidad o nada. Unanimidad o muerte. "Oye, ¿y si hubiera sido unánime lo contrario, es decir, la decisión de todo el pueblo español de tumbarlo?", objeté. Ella palideció un segundo, considerando implicaciones y sobre todo, complicaciones. "Tampoco creo que tengamos que llegar nunca a eso… ¿no?", me devolvió la pregunta y la pelota a mí, recatada.
Pues hasta aquí hemos tenido que llegar y que despertar, Margarita. Y que sea lo que Dios quiera. Por fin.