El PSOE propone imponer por ley que los partidos celebren primarias. Podemos propone que la asistencia del presidente del Gobierno a debates electorales y a ruedas de prensa sin preguntas pactadas sea obligatoria. Ciudadanos propone impedir que los imputados por delitos de corrupción vayan en listas electorales, o incluso que ocupen cargos públicos mientras se resuelve el proceso. El hilo que une estas propuestas resulta evidente: los partidos que más (o más alto) apuestan por la regeneración democrática de España creen que esto se logrará mediante nuevas medidas legislativas. Nuevas leyes que cincelarán nuevos políticos, nuevos ciudadanos, una nueva democracia.
Quizá sea demasiado pedirle a la nueva política que preste atención al refranero, y principalmente a aquel que avisa, con sencillez ribeteada de telurismo, que "hecha la ley, hecha la trampa". Más acorde con el nuevo lenguaje será pedir que cambiemos el chip, y nos demos cuenta de que el problema de la regeneración democrática no es un problema de legislación, sino de cultura política. Una cultura política, la de los españoles, que precisamente cuenta entre sus defectos la creencia de que los problemas se resuelven con leyes.
Un buen ejemplo de lo errado de este planteamiento es la educación universitaria. En cuestiones como la acreditación del profesorado, la convocatoria de plazas docentes e investigadoras o la composición de tribunales de tesis, España tiene una legislación mucho más rígida y abrumadora que, por poner un ejemplo, Reino Unido. Lo cual no ha sido óbice para que los tribunales de tesis españoles, como confiesan en privado muchos de los profesores que participan en ellos, se rijan a menudo por la máxima de "no hacerle un feo al director de tesis". Ni para que un gran número de plazas sigan estando concedidas de antemano, con convocatorias cuyos criterios "objetivos" están hechos a medida de la persona que se desea que las ocupe, aderezado todo con el expeditivo recurso de desanimar a otros candidatos a que se presenten. Ni para que algunas universidades hagan la vista gorda cuando se descubre que sus investigadores han incurrido en prácticas tramposas y chapuceras. Ni para que haya individuos que lleguen a vicedecanos sin tener siquiera una licenciatura.
El 96% de los profesores universitarios entre 1997 y 2001 obtuvo su plaza en el centro en el que ya trabajaba
La conclusión, impertinente pero ineludible, es que a veces la diferencia entre que las cosas se hagan bien o se hagan mal es, sencillamente, el deseo de hacerlas bien o de hacerlas mal. O para ser más exactos, es la valentía de hacerlas bien cuando otros las están haciendo mal con aparente impunidad. Por seguir con ejemplos del mundo académico: el aspecto más sano del sistema universitario estadounidense, que es la enorme reticencia de las universidades (sobre todo las más prestigiosas) a ofrecer un contrato permanente a aquellos que se hayan doctorado en esa misma institución, no es el resultado de ninguna ley sino algo que las propias universidades se han impuesto a sí mismas para desterrar cualquier atisbo de endogamia. Compárese con la universidad española y sus convocatorias "objetivas", donde un estudio de profesores titulares que obtuvieron su plaza entre 1997 y 2001 mostró que el 96,3% de ellos logró su puesto en el mismo centro donde ya trabajaban, y el 70% como candidato único.
Por esto resulta problemático el frenesí por legislar la regeneración democrática. Y no sólo porque suponga una curiosa reactualización del estereotipo según el cual los españoles estamos incapacitados para gestionar de forma orgánica una verdadera democracia, y por lo tanto necesitamos que sean agentes externos (leyes férreas como cirujanos) los que nos obliguen a portarnos bien.
De forma más crucial, el acaloramiento legislativo, el sueño de escribir una nueva España en las páginas del BOE, yerra en el diagnóstico. Porque el problema de que Rajoy elija a qué debates va y a cuáles no, o que convoque a los periodistas a Moncloa para ponerles delante de un plasma, no es que la ley le permita comportarse de esta forma. Igualmente, el problema de Andalucía nunca ha sido que las leyes permitan a un partido ostentar el poder autonómico durante casi cuarenta años, a pesar de la imputación de dos presidentes consecutivos o de la fiabilidad suiza con la que aquella comunidad termina en el furgón de cola nacional en lo referente a tasas de empleo o de éxito escolar.
Lo perturbador de la agresión a Rajoy es la ausencia de reflexión pública acerca del "Capi mátalo"
El problema es, más bien, que un importante sector de la población no crea que estos comportamientos o estos resultados de gestión merezcan un castigo electoral; que la cultura política de gran parte de la población le lleve a tolerar este tipo de actuaciones por parte de sus representantes. O de sus conciudadanos, porque, de nuevo, lo perturbador de la agresión a Rajoy no son las consecuencias que prevé la Ley del Menor, sino el salto inmediato de la memecracia o la ausencia de reflexión colectiva acerca del "Capi mátalo". En todo caso, mientras no se cambie de forma mayoritaria la cultura política, toda legislación, por bien intencionada que sea, servirá en el mejor de los casos como un parche y, en el peor, como una coartada.
Esto no quiere decir que las elecciones del domingo no sean importantes, ni que algunas de las medidas que se proponen para la regeneración del país (como las relacionadas con la despolitización de la justicia o las propuestas de Ciudadanos para eliminar el "capitalismo de amiguetes") no merezcan consideración y hasta aplauso. Pero sí me parece que debemos entender el problema como algo que irá mucho más allá del domingo, y que desborda las competencias del Congreso multicolor que zurcirán las urnas. Más bien es un problema que engarza tanto con la cultura política de la ciudadanía como con la ética individual y los parámetros que utilizamos para juzgar nuestras propias acciones; la eterna tarea de entender que la máxima kantiana no se aplica solo a dejar salir antes de entrar en los vagones del Metro.
Cifrar la regeneración como un problema de cultura política y de ética individual y no de legislación no es resignarse, en fin, al pesimismo esencialista. Al contrario, supone aceptar que los comportamientos son mutables y que lo único que se requiere es valentía para cambiarlos. Es entender que votar al que nos parece mejor en vez de al que nos parece menos malo es la única manera de conseguir que en nuestro país se produzca lo mejor y no, una vez más, lo menos malo. Es recordar que los políticos y los partidos no actúan tanto en base a lo que les permiten hacer las leyes, sino más bien según lo que les permiten hacer los votantes. Finalmente, es decidir que un partido que hace bien las cosas no merece el voto porque piense obligar a los demás a hacerlas de la misma manera. Merece el voto, sencillamente, por haber hecho las cosas bien.
*** David Jiménez Torres es doctor por la Universidad de Cambridge y profesor en la Universidad Camilo José Cela.
*** Ilustración: Ana Yael.