Los ciudadanos nos adelantamos el pasado domingo al tradicional sorteo de Navidad colándonos en el bombo de la lotería. Fue a la hora de introducir nuestro voto en una urna que se ha terminado convirtiendo en una fabrica de pesadillas más que de sueños. Y ahí seguimos, sobreviviendo en el desamparo cósmico que nos acecha, evitando las dentelladas a diestro y siniestro y dando vueltas cual peonzas en un bucle melancólico sin visos de detenerse a corto plazo. El país anda dividido entre la esperanza sin límites y el pavor indisimulado; lanzando eufóricas consignas de victoria o esquelas de miedo, desesperación y derrota. Estamos tontorrones. Andamos todos esperando la salida de un gordo que a buen seguro se va a retrasar hasta el hartazgo. En este intervalo, además, hay cuitas personales que saldar, cadáveres que despachar y muertos que enterrar. Los españoles siempre hemos queridos darnos de hostias durante la campaña electoral de turno a cambio de que el día después tengamos un gobierno en ciernes. Se acabó el chollo del ya extinto bipartidismo.
Hasta la fecha, el premio siempre ha tenido un dueño claro. Ahora han surgido cuatro momios aunque, a priori, el gordo parece ser cosa de dos. Lo que no sabemos en este caso es si la bolita conlleva premio o castigo. Rajoy ganó el domingo pero tan escuálidamente que huele a cadáver; Sánchez fue segundo y también despacha un ligero tufo a incienso que no paran de echarle encima los propios más que los extraños. El primero ha llevado al PP al peor resultado de su historia; el segundo ha hecho lo propio con el PSOE. Al primero le queda alguna baza por jugar; al segundo da la impresión de que no le queda ninguna. Mariano Rajoy se irá si no gobierna; Pedro Sánchez se irá también si no gobierna y se da la paradoja de que la mayoría de los barones socialistas no le van a dejar ni tan siquiera que intente gobernar. El primero debe saber que los suyos han empezado a intercambiarse nombres de sustitutos sin importarles que él esté de cuerpo presente; el segundo ya sabía antes de empezar la campaña electoral, incluso antes de llegar a la Secretaría General de su partido, el nombre de su sucesora.
Pero antes de llegar al obituario ambos jugarán sus últimas cartas: el primero viéndolas venir, juego que domina a la perfección; el segundo resistiendo las presiones ajenas y propias que le van a marcar el presente y, sobretodo, el futuro. Sabe Sánchez que si apoya a Rajoy en la gran coalición está muerto; sabe Sánchez que si intenta gobernar él con la ayuda interesada de Podemos, IU y ERC, por ejemplo, lo van a matar. Sabe Sánchez, en definitiva, que vive en el abismo, entre la uvi y el tanatorio, y que su única oportunidad es el milagro, el imposible milagro de sumar, gobernar y no ceder ante aquello que pueda llevarle al exterminio político. Rajoy vive también en el alero; sospechando que si en primavera vuelve a rodar la rueda de la fortuna él no será el principal protagonista de su partido; intuyendo que si antes de dos meses no consigue hacerse con el gordo su suerte está echada.
Y mientras, Iglesias y Rivera, especialmente el primero, no dejan de dar a la manivela para que el bombo no se detenga, para que siga y siga girando sin desmayo pensando o soñando que el próximo gordo, quizá en primavera, les pueda tocar a ellos.