Escribo todavía bajo los efectos de los Reyes Magos de Madrid. Diré que no tengo el shock de la hija de la tal Cayetana Álvarez de Toledo que no le perdonará nunca a Manuela Carmena el show de los disfraces, lo mío solamente fue zozobra ante la innovación. Espero, eso sí, que la niña crezca bien y asuma otros sobresaltos de la vida mejor que la madre.
Lo cierto es que como no soy niño ya no sé mirar con ojos de inocencia el asunto y no sé qué debieron parecerles a los infantes el cambio de vestuario y de carrozas. He visitado discotecas, muchas, en mi vida y, aún con los licores que he bebido, eran realmente menos impactantes que los armatostes de luz y djs que recorrieron Castellana el otro día.
Abandoné hace mucho tiempo las discotecas y dejé también la ingenuidad de la niñez por el camino, pero me resultaban difíciles de encajar con la nostalgia del pequeño Max que hace muchos años fue niño y esperó a los Reyes. Claro que, siendo honestos, también me costó en su momento encajar a los pajes subidos en tractores de labranza o ver en la tele como llegaban a unas ciudades en helicóptero y a otras en elefante.
Vete a saber el ingenio de mi madre para explicarme entonces esos otros embaucamientos. La variación de la magia de Reyes siempre dependió del capricho del alcalde y del presupuesto de cada pueblo. En fin, la melancolía es muy jodida. En Madrid han querido que ahora sea así: una mezcla entre Pepa Pig, una feria de las naciones y Custo Barcelona.
Mi única pega, más allá de que me parecieran un espanto para echarse unas risas con los amigos viendo la tele del bar, es que para una cosa en la que había consenso en España, los Reyes Magos, va y lo rompemos. ¿Era necesario?, me pregunto. El consenso conseguido alrededor de una cosa tan clásica como los trajes de los Reyes Magos de Oriente con sus abalorios y sus excentricidades de siempre ha hecho crack.
No nos basta con tener los parlamentos sin presidente, con despedir entrenadores, con la ambición rubia de Susana, con el jaleo de los referéndums, con el melón de la Constitución, con los pactos imposibles, con las líneas rojas y el marrón del Senado. Nos gusta el jaleo, la bulla, el enredo, el esperpento y el baile de máscaras. Queremos más, el alboroto nos da vida. ¡Cambiemos los trajes! ¡Modernicemos! (¿Es eso moderno?) Papá Noel sufre ante el temor de que al equipo de Manuela le dé por hacer otro Cámbiame con él.
Es el nuevo tiempo. La nueva política. Los nuevos reyes. El timo de la magia también debe cambiar. Asumámoslo, si hemos soportado a los famosos pintados de negro durante años, podremos soportar los disfraces actuales. No hay drama. Además, un día habrá que explicarle al niño lo de los panes y los peces, la Resurrección o lo de andar sobre las aguas. Y todo eso será mucho más difícil para justificar. Amen, sin tilde.