Este lunes se expondrá por primera vez en el Museo del Prado La Virgen de la Granada, de Fra Angelico, propiedad hasta ahora de la Casa de Alba. El Prado acaba de adquirir la obra en unas condiciones excepcionales: dieciocho millones de euros -el valor de mercado del cuadro ronda los ochenta millones- pagaderos en cuatro años sin intereses.
La adquisición de esta tabla -que se pintó en la gloriosa Florencia de principios del siglo XV y convierte al Prado en un referente ineludible para los estudiosos de Fra Angelico– ha supuesto un verdadero shock para la prensa especializada y despertado la envidia de museos del mundo entero: hacerse con La virgen de la Granada en esas condiciones es, dicho vulgarmente, un verdadero chollo. La operación es redonda, y hay que aplaudir al mismo tiempo el tesón de José Pedro Pérez Llorca, presidente del Patronato del Museo, y la generosidad del duque de Alba, Carlos Fitz James Stuart, que podría haber vendido la obra a un coleccionista privado por un precio cinco veces mayor.
Hay en el gesto del duque un trasfondo de patriotismo: La Virgen de la Granada estaría a punto de formar parte de la exquisita colección de algún millonario caprichoso. No estoy segura de que la sociedad esté por la labor de agradecerle el gesto. En España no nos hemos preocupado de cuidar al que cuida el acervo cultural del país, ni de crear las condiciones específicas para que sea rentable apostar por las artes. Otro países sí lo han hecho, provocando la creación de sólidas cadenas de mecenazgo privado que acaban incidiendo en la vida pública.
No podemos fiar la implicación de la sociedad civil a la simple buena voluntad de los donantes o a la conciencia de país de damas y caballeros españoles. Invertir en cultura, proteger las artes y las ciencias, tiene que ser además de una satisfacción moral, un cierto negocio. Es lícito que antes de crear una beca de estudios o de colaborar en la compra de un cuadro el interesado se pregunte “¿y qué gano yo?”. El Estado tiene que dar respuesta a esa cuestión. Es la única manera de estimular las donaciones, de alentar la generosidad, de potenciar los gestos rumbosos.
La próxima legislatura -cuya fecha de inicio sigue siendo, ay, una peligrosa incógnita– debería ser la de la aprobación de la tan traída y llevada ley de mecenazgo que permita la creación de un paraguas de manos privadas que pueda guarecer a estudiosos y creadores de la tormenta que arrecia.