Si aceptamos que el simple aleteo de una mariposa puede cambiar el mundo, se entiende perfectamente que las trolas vertidas en un folleto puedan amargarle la vida a 350.000 personas. Así, de un soplido.
Resulta reconfortante que sólo un día después de la macrorredada contra el PP en Valencia, el Supremo haya dado la razón a quienes compraron acciones de Bankia atraídos por una publicidad engañosa. Esa contigüidad permite asociar episodios que, quizás de otra forma, podrían parecer disímiles.
Aquí, la realidad, es que vivimos en el paraíso del tocomocho, donde se cruzan en el mismo vagón rateros, ejecutivos de cuello blanco y políticos. Es una calamidad para el sistema. Porque uno puede prevenirse de los carteristas en el metro, pero que quien te time sea el Estado, o quien en él se cobija, provoca frustración. Y rabia. E impotencia.
La corrupción llama a la corrupción. El latrocinio alimenta el latrocinio. Al ladrón de gallinas -es un decir- saber de las peripecias de Rato o de Rus le quita un peso de encima. Le alivia la conciencia. Si el poderoso roba, con mucha más justificación podrán hacerlo todos los que tiene por debajo. Y para el muerto de hambre, patente de corso.
Antes de las acciones de Bankia tuvimos el engaño de las renovables, engrasado éste con un llamamiento en el BOE a invertir en placas solares. Y antes de las renovables, el timo de las acciones preferentes, repartidas por las cajas a troche y moche. Y antes... Saltito a saltito, de los sellos de Fórum Filatélico pasaríamos a Nueva Rumasa, y de ahí a Gescartera y así podríamos remontarnos hasta el aceite de colza desnaturalizado. Miles y miles de personas burladas.
No se me olvida aquel policía local de Valencia que, con toda su buena fe, invirtió los ahorros de la familia en esas preferentes tramposas, pero bendecidas por las autoridades. Se quitó la vida en la Nochebuena de 2013.
Ahora, un lustro después, la Justicia nos dice que la publicidad de la salida a Bolsa de Bankia incluía "graves inexactitudes". Ay, si sólo fuera el folletito.