Quizá pronto se dé cuenta el electorado conservador, ese que pretende que España avance hacia el progreso sin que mermen las libertades, el que busca que el país camine por la senda de la vanguardia sin retroceder a sistemas obsoletos; el que quiere, en definitiva, construir un país cada día mejor, que el político útil, más allá aún del voto útil, se llama Albert Rivera.
El líder de Ciudadanos no obtuvo el éxito que se le pronosticaba el 20-D, eso es cierto, pero desde entonces ha sido el único candidato que ni se ha apoltronado en su sillón, como ha hecho Rajoy; ni ha buscado carambolas casi imposibles que le faculten -aunque difícilmente le legitimen- para alcanzar el poder, como hace Pedro Sánchez; el único que tampoco se ha aprovechado de la victoria insuficiente de uno, ni de la debilidad interna del otro, para vender, entre exigencias estrambóticas y de improbable ejecución, su propio proyecto, como ha hecho -y sigue haciendo- Pablo Iglesias.
Rivera, desde aquella noche electoral que le ha permitido entrar con fuerza en el Congreso pero que supo agria al no confirmarse las elevadas expectativas que se le atribuían, ha mostrado cada uno de estos larguísimos días postelectorales un extraordinariamente elevado sentido de Estado; el mismo que tanto se echa peligrosamente en falta en todos sus rivales políticos.
Rajoy hipoteca España, sin importarle el coste de los intereses, para salvarse él; Sánchez se dispone, incluso, a romperla para superar la lluvia de pedradas que le cae desde la propia bancada socialista periférica, esa que también apedrea Ferraz, en donde ya nadie sabe quién manda. Tan discutido se ha visto Sánchez que ha tenido que apelar, en una maniobra de gran estratega, o de estratega desesperado -quién sabe-, a las bases.
Así están, a estas horas, los líderes del bipartidismo ya extinguido. Iglesias es otra cosa: no solo no le pesa la corrupción nacional, sino que le propulsa; no solo no le molestan las mareas con sus mensajes alternativos: también acaban sumando; alejado de los usos y las costumbres de la política antigua, con su boli Bic de cuatro colores y su camisa arremangada, con sus pulseras en ambas muñecas y su verbo hábil, anticipa, dribla, y remata. Se estudiará, en el futuro, el fenómeno Podemos.
Rajoy no va a gobernar y el PP, incapaz de una mínima autocrítica, votará contra cualquier pacto que no lidere. A Pablo le va bien la vicepresidencia que le ofrezca Sánchez; si eso ocurriera, Rajoy sería historia; si eso pasara, desde ahí engulliría a la presa mayor de la izquierda.
Sólo queda espacio para el líder sensato; el único que ni se agarra al puesto ni busca malabarismos imposibles que sin embargo le procuren poder; el único que no seduce con un excelente manejo de la propaganda y la imagen. Solo queda Rivera.