Creánme: va a ser peor que la campaña electoral de diciembre. De estas inquietas horas de hoy al debate de investidura, el 2 de marzo, sufriremos a nuestros políticos más, aún más, de lo que lo hemos venido haciendo las últimas semanas. Y eso viene a ser, sin duda, demasiado.
La mayoría de los ciudadanos quiere que le dejen en paz. Que nos permitan trabajar, comer, juguetear y dormir y que, al día siguiente, podamos repetir.
Sin advertencias de unos de que se avecina un tsunami económico si no gobiernan ellos. Sin avisos apocalípticos de los otros asegurando que, si no gobiernan, crecerán la desigualdad y el paro y el empleo precario. Sin exhortaciones acaloradas afirmando que, si no se hace lo que dicen, estaremos a un frágil instante de una debacle colectiva.
Pero no es posible: nuestros políticos se empeñan en zarandear nuestra calma, esta titubeante paz tan esforzadamente lograda y tan beneficiosa, cada día; de hecho, cada vez que van al Congreso a contarnos su último pack de reuniones para negociar algún pacto probablemente imposible.
Y en ello siguen. Parece que no lo entienden, así que habría que reiterarlo: lo último que quieren los electores es someterse, además de a este período tan exigente en la vida política española, a nuevas elecciones. A unas que, todavía peor, seguramente no cambien nada si no se modifica a quienes aparecen en los carteles electorales. Y, probablemente, ni aun sustituyendo a esos líderes variaría suficientemente la ineficaz semi-igualdad entre unos y otros, esa que actualmente bloquea el escenario parlamentario y, también, el país.
Sin embargo, renovadas e incluso aumentadas las demandas de Iglesias sobre Cataluña y su encaje territorial; examinada la terquedad de quien sigue en la presidencia en funciones, incapaz de moverse a un lado independientemente de a quién detengan en su partido, de qué alto cargo dimita por la corrupción sangrante o de cuántas veces la Guardia Civil requise los ordenadores en el número 13 de la calle Génova; considerada la posición triste y casi irrelevante de Rivera; y certificado de nuevo el ilusionismo que raya lo infantil de Sánchez, que estima posible una feliz conclusión del contorsionismo programático al que se somete para favorecer su investidura, parece que es precisamente ahí a donde vamos: a un 26 de junio electoral. Qué tedio tan intenso, ¿no creen?
La gente quiere que se forme un Gobierno; a ser posible, que sea honesto y, ojalá, que se equivoque poco. Y quiere que la recuperación económica que el PP facilitó tras la debacle económica del equipo de Rodríguez Zapatero se prolongue y se afiance. Y que el país progrese en ámbitos de libertades y de seguridad.
La gente, esa a la que alude Pablo Iglesias continuamente, y toda esa a la que no alude, no quiere mucho más. Que les dejen en paz para poder trabajar, comer, juguetear y dormir. Y que, cada día, pueda repetir.