En su memorable libro sobre las cicatrices de la Gran Guerra, Paul Fussell da fe de una ironía sorprendente. Los soldados de mayor valentía y eficacia en la batalla no fueron- contra lo que pudiera esperarse- los muchachos más aguerridos, malencarados o violentos, sino, por el contrario, los más aniñados y lampiños. Según argumenta Fussell, la razón es simple: los soldados con más limitaciones en su contra eran los que más tenían que esforzarse por demostrar su valía. Y fue ese pundonor imprevisto el que detonó su heroísmo y llenó de medallas sus pecheras.
De las trincheras a la política, el caso de David Cameron no deja de mostrar afinidades con el de esos chicos de los que nadie esperaba demasiado. Con una crianza selecta y un paisaje vital privilegiado, no parecía el hombre más convincente para borrar los eternos resabios aristocratizantes del torismo. Con una carrera vivida entre los engranajes del partido, podía tener experiencia en la orfebrería de los gabinetes, pero no el atractivo del político de calle. Y con sus ocasionales cesiones al buenismo y una gestualidad pública algo forzada -no hace tanto lo vimos amamantando a un cordero-, la suavidad cameroniana parecía implicar una renuncia a ese torismo batallador que, en la edad de oro de los ochenta, había recauchutado la confianza del conservadurismo en la contienda ideológica. En plena hegemonía laborista, sujetos todavía al prolongado estrés postraumático del thatcherismo, Cameron -en definitiva- tuvo muy difícil seducir a unos altos jerarcas del partido tory que vivían en la añoranza de los caudillajes fuertes de otro tiempo. Por eso, cuando el hoy primer ministro se hizo con el mando del partido -año 2005-, la sorpresa de su elección sólo pudo rivalizar con la desesperación que, después de tantos liderazgos frustrados, había propiciado su nombramiento. De entonces a ahora, véase si la suavidad le será connatural a Cameron que -destinado a gobernar su país una década y a regir su partido una década y media- todavía no ha acuñado la huella ideológica y personal de un cameronismo. Suaviter in modo y fortiter in re, como quería Lord Chesterfield, este político de apariencia tan lampiña sí se iba a mostrar capaz de grandes riesgos y triunfos.
Cameron venía a amalgamar el thatcherismo económico con una agenda social más abierta.
Reivindicado tras una mayoría apoteósica en 2015, los diez años largos de Cameron merecen su consideración por haber ampliado las vías practicables para el centro-derecha europeo. Nada parecía anticiparlo en un hombre de actitudes más que de ideologías, acusado -en un principio- de ser un continente sin contenido. Irónicamente, incluso eso le iba a ser de ayuda: su primer logro fue orientar la maquinaria del partido hacia un uso inteligente, contemporáneo, de la comunicación política. Se trataba de quitar el moho a la marca conservadora, de vender su propia juventud como voluntad de renovación y de enfatizar el aggiornamento del lenguaje y la atención a unas causas –de los derechos humanos al medio ambiente- bien acogidas por la sociedad pero tradicionalmente poco atendidas por los tories. Una vez puesta en olvido la condición de nasty party, los conservadores podían, de nuevo, ser “el partido natural de Gobierno” en Reino Unido.
En su coalición con los liberales, Cameron pudo manejar el Ejecutivo con la suficiente cintura como para superar las presiones de la derecha de su partido.
Para hacerlo realidad, Cameron quiso volver a las fuentes originarias del torismo: aquel espíritu one nation que, postulado por Disraeli, siempre ha buscado la doble vía de “elevar la condición de las gentes” al tiempo que abraza “los principios de verdad económica sobre los que reposa la prosperidad de los Estados”. En la práctica, y con una dosificación de pragmatismo y eclecticismo inscrita en el genoma tory, Cameron venía a amalgamar el thatcherismo económico con una agenda social más abierta. Y si la economía ha respondido con solvencia a su ortodoxia, la actualización burkeana de la Big Society de Cameron no deja de renovar apuestas de hondo arraigo conservador como la descentralización o la potenciación de las “instituciones intermedias”. Del énfasis en el poder local al apoyo a la economía social y el voluntariado, el enfoque -renovado en su reciente discurso Life chances- combina el sentido práctico con la imaginación para reforzar la escuela, la enseñanza de valores, el matrimonio o la vida familiar. Y, ante todo, se ofrece como vía de inspiración para un centro-derecha sobre el que aún repercuten viejos complejos en política social.
Es digno de observar que el escaso doctrinarismo de Cameron le ha rendido sus ventajas. Ante todo, es esa moderación de fondo la que le ha permitido modular su discurso, por ejemplo, con el endurecimiento paulatino de su euroescepticismo, o su respuesta, de austeridad sin fisuras, ante la crisis económica. Bastará con considerar un rasgo: el Cameron que varió su postura para apoyar el matrimonio homosexual es el mismo que puede permitirse encendidas defensas públicas del cristianismo chocantes en cualquier otro líder europeo.
Cameron ha aprovechado el miedo al Brexit para reforzar su perfil en la política doméstica, sin que sus demandas sean inaceptables para los socios europeos.
Esa mezcla de astucia e iniciativa le ha reportado, con el paso del tiempo, no pocos dividendos en la refriega política. En su coalición con los liberales, Cameron pudo manejar el Ejecutivo con la suficiente cintura como para superar las presiones de la derecha de su partido, imponer su tono en el Gobierno y asestar, en última instancia, un golpe vencedor en las urnas tanto a su oposición como a sus socios. La misma capacidad para ganar con el desconcierto le sirvió incluso en una situación tan peliaguda como la convocatoria -mal medida y siempre criticada- del referéndum escocés. Y tras una intensa batida diplomática, también le ha servido para mejorar el encaje europeo del Reino Unido a una velocidad –hablamos de unos meses- desacostumbrada en la Unión. Finezza de Cameron: aprovechar el comprensible miedo al Brexit para reforzar su perfil en la política doméstica, sin que sus demandas sean inaceptables para los socios europeos. No es un logro menor en una historia tan compleja -con sus “ententes cordiales” y sus momentos de desaliento- como la que une a los británicos con el continente y sus instituciones.
Sin duda, hay rasgos de carácter imposibles de exportación. Pero la vía media cameroniana ofrece una música familiar a los partidos de su órbita. Él mismo lo explicó bien: “sin un énfasis en las obligaciones e instituciones de la comunidad, el liberalismo puede ser un individualismo vacío. Sin el énfasis en la libertad individual de los liberales, el conservadurismo puede ser mera conformidad”. Tanto en la Europa continental como en Estados Unidos, el éxito de Cameron nos recuerda que los partidos del centro-derecha no pueden renunciar a actualizar esta armonización liberal-conservadora sin traicionarse a sí mismos ni a su vocación de constituir partidos de gobierno. Desde su tumba, el viejo Disraeli hubiese estado de acuerdo.
*** Ignacio Peyró es periodista y escritor. Su último libro es Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa (Fórcola).