Hace años conocí a una mujer que se vanagloriaba de haber abandonado a sus hijos y a su pareja cuando y como había querido para poder viajar por el mundo y vivir “otras experiencias”. La mujer hacía un día las maletas sin dar mayores explicaciones que su capricho, el padre se quedaba a cargo de sus hijos, y ella desaparecía durante meses y sin fecha de retorno a la vista. Un día aparecía por la puerta, sus hijos le daban un beso, el padre de la camada le cocinaba una tortilla, y ella empezaba en ese mismo instante a maquinar su próxima escapada. “Y tan normales que han salido”, decía.
A mí me parecía bien. Tan bien o tan mal como esos mucho más numerosos casos que he conocido posteriormente de padres que un día, cuando sus hijos tienen ya cuatro, cinco o seis años, le dicen a su pareja que esa no es la vida que ellos siempre habían deseado. Que no va a haber problemas con la pensión, ni con las visitas, ni con cualquier otra responsabilidad paterna, pero que ellos se independizan. ¿Por qué no debería parecerme bien? O todos moros o todos cristianos. O todos genéticos o todos ambientales.
Han pasado ya unos horas desde el Día Internacional de la Mujer y no se tiene todavía noticias de que los semáforos paritarios valencianos, los carteles de Podemos con la cara de Iglesias y Errejón y los feminajes del Ayuntamiento de Barcelona hayan conseguido mejorar ni un ápice la vida de una sola mujer. No ya en Arabia Saudí, Malí o la India, sino en La Coruña, San Sebastián o Cádiz.
Curiosamente, nadie habló ayer de la mayor discriminación que sufren las mujeres en España: la de nuestro sistema educativo universal e igualitario. Diversos estudios (los de la neurocientífica cognitiva Martha Bridge Denckla por ejemplo) han demostrado que el cerebro de una niña de cinco años es muy similar al de un niño de seis. Ese desequilibrio no se corrige hasta la veintena, cuando los maremotos de testosterona estimulan la competitividad de ellos hasta situarlos al nivel de ellas.
Es decir que durante los años escolares, y por término medio, las niñas son alfa y los niños, beta. La actual política educativa, que iguala a todos los estudiantes por el nivel del más tonto de ellos, no es más que un crimen social que impide a las niñas desarrollar todas sus capacidades. Cientos de miles de niñas en España son cada año condenadas por un sistema educativo teóricamente progresista a evolucionar a remolque de los más ineptos de sus compañeros.
Y por eso cuando PSOE, IU o Podemos echan pestes de la meritocracia o de la discriminación por sexos en la escuela lo que están defendiendo en realidad es la ablación intelectual de las niñas. Pero ellos son hombres y han disfrutado de un sistema educativo que los ha primado por delante de mujeres mucho más capacitadas. ¿Cómo no van a defender su privilegio de machos beta de izquierdas?