Madrid tiene el penoso honor de haber sido escenario de la peor matanza terrorista de la historia de Europa. Hay récords a los que uno renunciaría con mucho gusto, pero no es posible.
De aquella mañana terrible nos queda el recuerdo lacerante de las 192 víctimas, algunas actuaciones dignas de olvido y la memoria de la ola de solidaridad que cayó como un bendito tsunami sobre Madrid desde todos los rincones de España: por unas horas, alguien derribó a patadas los muros territoriales para que cada español se echase a la espalda parte de la cuota de tristeza que sentíamos quienes vivimos aquí.
El 11-M todo el país se bajaba en Atocha, se quedaba en Madrid. Quizá porque en el fondo habita alguien bueno en cada uno de nosotros, tenemos la capacidad de conmovernos ante el dolor de los demás. No hay nada más noble que las lágrimas que se lloran por alguien a quien no se conoce.
Aquel día fatal la nación entera vivió bañada en llanto por seres ajenos. Porque aquellos muertos eran de todos, y su pérdida iba a lastimarnos para siempre. Cada 11 de marzo intentamos hacer un paréntesis en nuestras mezquindades respectivas para honrar la memoria de los muertos y hacer saber a los suyos que, a pesar del tiempo transcurrido, no están solos en esa pena indeleble que deja la ausencia.
El viernes pasado, en el Retiro, políticos que fruncen el ceño al cruzarse en los pasillos del Congreso caminaban juntos en señal de respeto a 192 vidas bruscamente segadas. Hubo una palpable dignidad en aquel corto paseo, en el silencio común de un puñado de hombres y mujeres que ven difícil entenderse, pero que esa mañana tenían en la cabeza algo mucho más grande que las diferencias políticas. Por eso no soy capaz de comprender que el Ayuntamiento de Barcelona no quisiese convocar un minuto de silencio por las víctimas del 11-M, ni que la CUP y ERC votasen en contra de la propuesta de celebrar un sencillo acto en su memoria.
Tuvo que ser la oposición en bloque, unida en una iniciativa impulsada por Ciudadanos, quien agarrase metafóricamente por los pelos a Ada Colau para obligarla a tener un gesto de respeto hacia los muertos y sus familias. La cara con la que la alcaldesa asistió al acto decía todo sobre lo a gusto que estaba allí. Pero tuvo que tragarse lo que fuera que le impidiese mostrar solidaridad con 192 víctimas, y pasar por el aro. Para eso sirve la oposición. Para eso sirve que, de vez en cuando, la gente decente se ponga de acuerdo.