¿Por qué mostró tanta violencia verbal Pablo Iglesias en la sesión de investidura? Es cierto que no es algo nuevo en él. Ya le oímos pedir perdón en broma por no romper la cara a tanto facha con el que se cruzaba en las tertulias televisivas. O mostrando orgullo con aquellas imágenes en las que unos manifestantes pegaban a un policía. O amparando con sus palabras a los terroristas de ETA, o al encarcelado Alfon, aquel podemita que llevaba a una manifestación una mochila llena de explosivos. O asociado a los que aconsejaron a Hugo Chávez que empleara mano dura con los estudiantes que pedían libertad y democracia. Y eso no por citar los cientos de tuits, ya borrados, de sus seguidores o cargos públicos, que aludían a la ejecución de políticos o del rey, o que hacían bromas con el Holocausto o las víctimas del terrorismo, o los bots insultantes y violentos que en Twitter persiguen a cualquiera que les lleva la contraria.
El concepto de violencia que manejan en Podemos es leninista. Creen que el partido debe concienciar al pueblo de los abusos violentos que ha sufrido a manos de los poderosos, y convertir lo particular en algo de clase. Así, por ejemplo, un caso minoritario como los desahucios se transforma en categoría general.
La respuesta a esta violencia estructural no puede ser individual, que es propia de pequeño-burgueses, sino colectiva, de clase, popular. Porque había que acostumbrar al pueblo, escribía Lenin en “¿Qué hacer?”, a protestar con rabia, en igual medida con que son violentados por el poder burgués. Era, y es, incitar al odio como motor de la lucha de clases.
Para Podemos la respuesta a la violencia estructural no puede ser individual y pequeño-burguesa sino de clase
Hoy, el populismo socialista vive de alimentar el odio. El odio es necesario para separar al “ellos” –los enemigos- del “nosotros” –la gente, el pueblo, los buenos-. La acusación es básica: culpar de todo a la oligarquía, la casta, o los poderosos, que han engañado a la gente para enriquecerse en lugar de buscar los intereses generales. Es un axioma fácil de comprender, corroborado por cualquier noticia sobre corrupción.
Así, cargados artificialmente de razón, hacen creer a la población que sus soluciones, que pasan por la exclusión política y social, y por el autoritarismo, son el único remedio para hacer justicia. Por eso insisten en que ha llegado la hora (“Tic, tac, tic, tac”, decía Iglesias) de dar la vuelta al orden social, y de que gobierne “la gente”. Entonces, cuando el pueblo –es decir; “ellos”- esté en el Poder se hará “justicia social”: quitar a los ricos, apartar a los poderosos, aplicarles la ley del pueblo, y repartir su riqueza. “El miedo tiene que cambiar de bando”, que decía el secretario general de Podemos en 2014.
El populismo socialista ha retomado la simbología, el discurso y los nombres de la izquierda radical de los años 30
Esa violencia popular contra la estructural, la de los ricos, la oligarquía, o casta –que tanto monta para la terminología leninista-, precisaba buscar justificación histórica. La historia se reinterpreta para encajarla con el discurso político, y se toman anclajes con el pasado para demostrar la opresión y engaño de siglos o decenios. El populismo socialista de Podemos ha retomado la simbología, el discurso y los nombres de la izquierda radical de la época de mayor confrontación política de la Historia de España: los años 30.
De esta manera hacen del guerracivilismo, resucitado en España torpemente por Zapatero, el complemento perfecto para su lenguaje del odio. Porque sin conflicto no hay alimento para el populismo; sin señalar a un enemigo, que no adversario, no hay movilización ni votos. Ahora bien, ¿este discurso funciona?
Laclau, un marxista que ocultó la falta de ideas con una jerga casi ininteligible y pesada, insistió en el uso del estilo populista para la resurrección del socialismo. No solo era que el derrumbe del Muro de Berlín había mostrado el fracaso del comunismo y la preferencia mayoritaria por el capitalismo y la democracia. También existía una crisis de identidad en la socialdemocracia producto de la aceptación por todos los partidos de su modelo político y social: el Estado del Bienestar y su mentalidad.
Sin identidad, la socialdemocracia se decantó por la sentimentalidad: las políticas públicas respondían a la lucha contra la desigualdad, el machismo, o el deterioro del medio ambiente
Sin identidad diferenciada, la socialdemocracia se decantó por la sentimentalidad: las políticas públicas respondían a la lucha contra la desigualdad social, el machismo, o el deterioro del medio ambiente. Era la verdad oficial, “lo políticamente correcto”, esos valores inmersos en la instrucción pública y repetidos por los medios de comunicación, que justificaban la actuación del Estado.
Zapatero fue quien puso las primeras piedras del sentimentalismo político para despertar emociones que unieran a la izquierda en torno al PSOE y sirvieran para arrinconar al PP, al que se tenía por enemigo, y, en consecuencia, se marginó con el Pacto del Tinell.
Los defraudados por el PSOE e IU, por ser “poco socialistas” o “colaboracionistas”, fundaron Podemos tomando el populismo como solución identitaria a la crisis de la izquierda, y funcionó. No hicieron más que recoger el socialismo sentimental y llevarlo a su última expresión: el odio social, la justificación de la violencia, la recuperación de chequistas asesinas como Margarita Nelken, o el abrazo a grupos terroristas. Pero no son solo las palabras, sino el estilo agresivo, de reproche, de ajuste de cuentas. Nada les gustaría más que una derecha violenta, también de camisa remangada, que usara la violencia, al estilo de los años 30, para justificar su autoritarismo.
Vuelvo a la pregunta: ¿Es rentable en política el uso de ese odio calculado? Sí, si lo que se busca es ahondar una crisis, y el adversario, en este caso el PP, limita su estrategia electoral al miedo a que gobiernen los que odian. Es una retroalimentación peligrosa.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.