Se ha muerto un tal Carles Flavià. Me pregunto si los muchos lectores de EL ESPAÑOL del lado de acá del Ebro saben o intuyen de quién estoy hablando. Si no, qué se le va a hacer: la ignorancia se cura leyendo. Carles Flavià fue un baluarte de la Barcelona divina y canalla antes de que la divinidad y el encanallamiento se fueran raudos al cuerno seguidos por la ilusión de ser más modernos que nadie. Flavià era divino en la extensión más literal: en los 70 fue ordenado sacerdote. Ya saben, cura progre. De esos de la imaginación al púlpito. Al final colgó los hábitos pero la imaginación no. Hacía bien muchas cosas: de artista, de periodista, de noctámbulo infatigable, de íntimo y mosqueteril amigo de Pepe Rubianes… hasta el punto de haberle cordialísimamente relevado en el amor de la misma mujer.
Esto de ser amigo de Rubianes soy consciente de que necesita aclaración del lado de acá del Ebro (again). Sí, estoy hablando de Pepísimo Rubianísimo, el que se hizo tristemente famoso por su desafortunada coprofilia con España (vamos a dejarlo así…) en un programa de la televisión catalana. Que metió la pata hasta la ingle está claro. Que nadie aquí entendió nada, también. Recuerdo que en su día me puse en contacto con Elvira Lindo para agradecerle una lucidísima columna que escribió no exactamente defendiendo a Pepe, pero sí metiendo los hechos en su cintura de mesura, en su sazón de situación. El difunto Rubianes era un cómico. Un payaso. Su salida no era ni pretendía ser un juicio serio. Era más bien una bretonada/bretolada, una combinación de surrealismo a la francesa y de chorrada a la catalana. Una pedorreta infantil. Unas orejas de burro emergiendo picudas de la fatiga sin fin ante el conflicto político perpetuo. ¿Cómo si no se entiende que a un gallego finalmente más afincado en África que en el Raval le diera por ahí?
En fin. Yo les recuerdo a los dos (a Rubianes y a Flavià) de haberles conocido una noche inolvidable. Fue la noche del 14-D. ¿Se acuerdan de aquella huelga general que de verdad lo fue? ¿Que cerraron los estancos, las casas de lenocinio y yo diría que hasta los cuarteles de la Guardia Civil? Yo no me lo tomaba en serio hasta que empecé a dar vueltas y más vueltas y requetevueltas con mi amigo del instituto Albert Pla, ese otro irreverente que canta, que también la lió en Asturias diciendo “caca, culo, pedo, pis, España” (o algo así, ay, estos chicos…) y que esa noche había quedado para cenar conmigo. Sólo que, ¿dónde? Incrédulos nos íbamos apercibiendo poco a poco de que la huelga era de veras y era total. Por fin en el Hotel Oriente de las Ramblas nos dimos de bruces con Jaume Sisa, quién nos salvó invitándonos a cenar a una casa particular con Rubianes, su ex Lucila, Flavià, etc.
Creo que no exagero si digo que yo, entonces una niña criada a los pechos del catalanismo más aburrido y más impecable (antes de sacar los pies del plato) tuve ahí mi primer contacto, mi primer roce, mi primer frufrú, con la Barcelona ye-yé que hasta entonces sólo conocía de imaginármela o de leer a Terenci Moix y a Juan Marsé.
Vamos a ser serios: los divinos de verdad han cabido siempre en un taxi, sólo que, como la Resistencia francesa, inspiraron muchas leyendas y películas. No siempre los más famosos eran los que escribían, pensaban o vivían mejor. Con hondas excepciones desgarradoras fueron a menudo niños de buena familia mimados y hasta consentidos por la necesidad que mucha gente tenía de imaginarse Barcelona como lo que no era y menos había de ser andado el tiempo. De Peter Pan a Carles Puigdemont.
Y sin embargo… haberlos los hubo, haylos, quizás hasta los habrá. Deslumbrantes cronopios clandestinos. Rebeldes sin causa pero con mucho efecto al calor de cuya conversación/brillo de ojos/sonrisa franca la inteligencia se esponjaba y la humanidad revivía. Si siguen pensando que no pasa nada por no saber quién fue Carles Flavià Dios sabe que ya no es culpa mía. Es suya. Y de este tiempo tan duro donde nacen y mueren sin virtud los hombres y sin vicio digno de mención las mujeres. Descanse en paz.