Estamos asistiendo a los actos finales del nacional-populismo en Cataluña. Y el final siempre viene precedido por esperpentos, como señaló Valle-Inclán. Junts pel Sí y la CUP han votado en el Parlament seguir el “procés” apoyando el desacato al Tribunal Constitucional por la declaración de “desconexión” del 9-N y, por supuesto, con la consiguiente partida presupuestaria para una nueva consulta. Porque, como ha dicho, Anna Gabriel, una de las jefas de la CUP: “La legalidad no es un límite cuando tenemos la razón”.
Es más; hace unos días se anunciaba la publicación de un libro con una lista de “malos catalanes”, entre los que estaban Joan Prim, Josep Pla, Carme Chacón, Miquel Roca o Duran Lleida, que habrían sido “colaboradores” del “colonialismo español en Cataluña”. Es decir; para los autores, la “maldad” radica en que no apoyaron esa joseantoniana “unidad (catalana) de destino en lo universal”, en una especie de imperativo histórico que les obliga a tener un Estado nacional propio. Otro día, 280 personalidades lingüísticas catalanas, entre filólogos, profesores y escritores, pedían erradicar el castellano como lengua oficial. El motivo es conocido: una lengua, una etnia, un partido, un Estado. Así es el nacional-populismo.
En España tenemos dos populismos que hacen peligrar la democracia
En esta sociedad europea de democracias sentimentales, donde la política yace enterrada entre numeraciones que hacen las delicias de economistas y de burócratas, con Estados sobre-protectores que irresponsabilizan al individuo, migraciones globalizantes, personajes públicos corruptos y crisis económica, era de pura lógica que resurgieran los populismos. Sí; me refiero a esa manera de hacer política marcada por el diagnóstico apocalíptico del presente, la demonización del adversario, la exaltación de los sujetos colectivos, el desprecio a la democracia, el diseño de paraísos utópicos, y la santificación de los líderes telegénicos. No estoy hablando de la oleada autoritaria y totalitaria que convirtió a los fascismos y al comunismo en la modernidad de comienzos del siglo XX, sino de hoy.
En España, sí, hoy tenemos dos populismos que hacen peligrar la democracia. Uno, el que se hace llamar “socialismo del siglo XXI”, presuntamente financiado por Hugo Chávez y otros países, pretende crear un partido-movimiento que ajuste cuentas con la historia reciente, la Transición, y voltee el orden económico, social y político, apelando a la “justicia social” y a la “dignidad” en nombre de la “gente”. Es la típica ingeniería social a través de lo que Tocqueville denominó una “tiranía democrática”, en la que la mayoría, representada en un único Poder, somete al individuo. Otro, el que se instaló con las Autonomías que estableció la Constitución de 1978, y que alimentaron el PP y el PSOE para completar mayorías parlamentarias y “conllevar” el “problema nacionalista”. Es el nacional-populismo al que me refería al principio.
El catalanismo estuvo a comienzos del XX emparentado con el fascismo, y ahora lo está con la derecha populista europea
Los nacionalistas han recibido desde la Transición el poder y la autoridad moral para reconstruir su comunidad excluyente. Exhiben un discurso étnico y moralista que contiene dos promesas: lo que llaman “democratización” y el paternalismo estatista. Son ofertas típicas de la cultura de oposición; en este caso, de oposición a “Madrid”. El nacional-populista ofrece retornar al cauce de la Historia, mitificada, inventada y edulcorada por sus historiadores a sueldo, a través de un referéndum. “Es lo democrático”, dicen, reduciendo falsamente la democracia al dictado de la voluntad general. Esto último, la referencia roussoniana, es, como vio Jacob Leib Talmon, el origen de las dictaduras, ya que es la coartada de la élite que interpreta el interés general para imponer una política a costa de las minorías. Por eso dicen: “¿Cómo negarse a votar? ¿No es Vd. demócrata?”. Es una ironía de mal gusto, pues donde gobiernan los nacional-populistas los derechos individuales se han reducido dramáticamente, y la persecución, incluso la muerte social y hasta física de los disidentes ha sido una constante.
Junto a la oferta falsamente democratizadora, estos nacional-populistas instalados en nuestro suelo prometen seguridad personal, laboral y social con el tópico del regreso a la comunidad –Gemeinschaft-. Por esta vía, la sentimentalización de la política llega a su culminación. Esa comunidad reconstruida es una visión nostálgica y excluyente que ofrece un refugio sin la tensión y los conflictos generados por la vida moderna. Los problemas derivados de la globalización, la tecnificación, la competitividad, o la necesaria actualización laboral, desaparecerían en esa comunidad protectora. Su valor predominante es la solidaridad entre los miembros de la comunidad, tanto como la exclusión del que impide “el proceso histórico”, al que se niega su nacionalidad o patriotismo, y se le tilda de parásito. Es el milenarismo adherido al banco de la ira, que diría Peter Sloterdijk. Lo hemos visto desde la campaña electoral de finales de 2014, cuando se ha acelerado el “procés”.
Hoy, el nacional-populista de Cataluña tiene una retórica común con el Frente Nacional francés
El catalanismo estuvo a comienzos del XX emparentado con el fascismo, y ahora lo está con la derecha populista europea. La Lliga Regionalista encontró en el autoritarismo fascista italiano un modelo para salir de la crisis a través de un Ejecutivo fuerte y un partido-movimiento nacional, como fue ERC en 1931, y sus escamots. Hoy, el nacional-populista de Cataluña tiene una retórica común con el Frente Nacional francés, los Demócratas Suecos, la alemana Alternativ fuer Deutschland, el Vlams Belang en Flandes, o el FPÖ de Austria.
A la vista de este panorama, esta “desconexión” no será solo con el Estado español, sino con la moderna civilización europea de sociedades abiertas basadas en la libertad individual.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.