Nosotros y los nuestros, todos hermanos nacidos de una sola madre, no creemos que seamos esclavos ni amos unos de otros, sino que la igualdad de nacimiento según naturaleza nos fuerza a buscar una igualdad política según ley, y a no ceder entre nosotros ante ninguna otra cosa sino ante la opinión de la virtud y de la sensatez. Aspasia de Mileto (470 a.n.e - 400 a.n.e.).
No desvelo nada nuevo si afirmo que en nuestro sistema político chirría la existencia de una institución hereditaria, inviolable y vitalicia como es la Monarquía. Rasgos medievales en un marco democrático del siglo XXI. Y aunque un manto de mitos e intereses económicos ha cubierto el verdadero rol de la Monarquía española en las últimas décadas, no parece que tales narrativas falsarias puedan durar eternamente.
Hasta ahora nos habían contado, en suma, que la Monarquía ejecutó un papel determinante en la democratización de nuestro país durante la transición. Y aunque ninguna desclasificación de archivos históricos ha permitido comprobar el alcance real de esa afirmación, esa idea ha sido sin duda uno de los pilares que han constituido la llamada cultura de la transición. No obstante, con el tiempo hemos ido descubriendo que el hacer presente de la Casa Real ha tenido más que ver con chanchullos económicos, facturas falsas, trabajos muy bien recompensados de intermediación comercial entre empresas españolas y unos países golfos, cuentas en paraísos fiscales y un sin fin de tejemanejes con la oligarquía económica y financiera. Resquebrajado el régimen por la crisis política y económica, resquebrajados también sus relatos y mitos fundacionales.
Las contradicciones supuran por todo el sistema, también en el ámbito ideológico. Basta con intentar explicar a cualquier recién llegado a lo político el concepto clásico de isonomía (igualdad formal ante la ley) para verse obligado a apuntar la excepción de sangre que supone la Casa Real, síntesis y vértice de las contradicciones democráticas de nuestro país. Nadie entiende que una familia, por simple condición de su apellido, disfrute de tales privilegios antidemocráticos. Pero, ¿acaso el republicanismo se agota con esta simple, lógica y abstracta denuncia?
Yo soy de los que piensan que no, y así he tratado de demostrarlo en otro lugar. El republicanismo es, ante todo, una tradición de filosofía política; una forma de entender el propio arte político. Hay un hilo de esta tradición que va desde Efialtes hasta Marx, pasando por Robespierre y algunos rasgos del pensamiento de Maquiavelo y Jefferson. Frente a ella se elevaría una tradición elitista, liberal, que va desde Aristóteles y Platón hasta los girondinos franceses y el estadounidense Hamilton, por poner algunos ejemplos. Admito que estas fronteras son discutibles, pero son los principios de participación democrática (de extensión del demos), la preocupación por la cohesión social (como mecanismo para mantener una república) y sobre todo su concepción positiva de la libertad lo que definiría a la propia tradición resuelta de esta forma. Ahora bien, ¿qué quiere decir esto y qué consecuencias tiene?
Para un liberal la libertad tiende a entenderse en sentido negativo, como el estado en el que ninguna persona ni grupo de personas interfieren en la actividad de uno mismo. Para los liberales el problema se halla en encontrar qué forma de gobierno y qué formas políticas pueden maximizar esa libertad negativa. Un mendigo paseando por un centro comercial sería, bajo esta óptica, un individuo libre. Nuestras sociedades occidentales llenas de mendigos son libres en ese sentido. Por el contrario, para un republicano la libertad se entendería en sentido positivo, como la autonomía e independencia personal para hacer cosas; nos habla de capacidades. Un mendigo en un centro comercial no es libre porque no puede satisfacer sus necesidades, precisamente por ser un mendigo. Nuestras sociedades llenas de mendigos no serían, así, libres. A partir de esta diferencia crucial de filosofía política pueden construirse el resto de diferencias.
Por esa misma razón el socialismo es hijo directo del republicanismo. El concepto de fraternidad de Robespierre –ese tercer valor de la triada revolucionaria y al que menos atención se le ha prestado en la teoría liberal- expresaba una suerte de hermanamiento entre individuos que pretendían ser libres en sentido positivo, es decir, que querían emanciparse frente a las necesidades. Huelga decir que Robespierre y los jacobinos tuvieron encendidos debates con los girondinos no en torno a la forma de Estado –ambas facciones eran republicanas- sino sobre el alcance de la palabra libertad. Marx, en gran medida, continuó ese hilo al afirmar que el reino de la libertad comienza donde termina el reino de la necesidad.
Ese republicanismo socialista, o republicanismo de izquierdas si se prefiere, es el que necesitamos reivindicar en un tiempo histórico marcado por la extensión de las privaciones y las necesidades. Las víctimas de la crisis, que son los mismos sujetos que ponen en cuestión al propio régimen y sus instituciones incluso de forma inconsciente, pueden encontrar en estas tesis no debates escolásticos sino soluciones concretas a problemas concretos. El republicanismo no es, por lo tanto, una bandera o una liturgia sino un instrumento, una filosofía política al servicio de los desposeídos. Y éstos, en tiempos de crisis y de polarización social, son cada vez más.
Hoy es 14 de abril, día de celebración republicana. Recordemos aquella histórica victoria sobre las fuerzas monárquicas y que esa memoria nos permita iluminar una sociedad republicana en el futuro. Pero no olvidemos que el republicanismo no se agota con el fin de la monarquía. Las privaciones concretas no encuentran su causa original en la monarquía sino en un régimen político-económico en el que la monarquía es sólo parte y vértice simbólico. Al fin y al cabo, si la oligarquía lo ve necesario con tal de salvar la bolsa puede renunciar a la corona.
Salud y República.
*** Alberto Garzón es diputado en el Congreso por Unidad Popular-IU.