Se acaba el tiempo y lo que es más grave, ya no le queda a nadie paciencia ni ilusión para esperar nada de esta abortada legislatura. Quienes hace poco más de tres meses entraban en el palacio de la carrera de San Jerónimo para hacerse cargo de sus escaños están a pocos días de tener que desalojarlos y dejar la representación de la soberanía nacional en manos de una triste y destartalada Diputación Permanente que, si puede aún menos que la cámara disuelta, prácticamente no va a poder nada.
Llega así, implacable, el momento de las responsabilidades, las que todos y cada uno de los que han estado sentados en el hemiciclo durante estas semanas estériles tendrán que afrontar. Desde luego tendrá que afrontarlas el partido del gobierno en funciones; ese que no tenía atribuciones para someterse al control del Parlamento pero sí ha podido prorrogar donosamente durante décadas concesiones contaminantes o comisarizar honoríficamente a periodistas afines, dos medidas de cuya urgencia inaplazable cabe más de un par de dudas. A esa acción de gobierno interina, incluida la baja en combate de uno de sus miembros, se le sumará la incapacidad para llegar no ya a un acuerdo de coalición con otras fuerzas políticas, sino a entablar la menor interlocución con nadie, merced a la apuesta inflexible por un candidato con más plomo que pluma en las alas.
No podrá sustraerse a las responsabilidades, tampoco, el que ante la impotencia negociadora del candidato más votado asumió el riesgo y el empeño de formar una mayoría alternativa. Al líder socialista le incumbía una tarea endiablada que muy probablemente subestimó, fiándolo todo a un pacto previo con quien le parecía más asequible y tratando de arrastrar por la vía del hecho consumado de dicho pacto al aliado más correoso y menos proclive a llegar a entendimientos. A la vista está que la estrategia le falló de manera estrepitosa, y siendo desde luego impensable erigirse en resucitador de figuras amortizadas o echarse en brazos de los enemigos del Estado, cabe preguntarse si no habría debido, desde el principio, ensayar una mesa a tres para buscar un pacto más arduo de lo que quiso aceptar.
No esperen salir tampoco de rositas los representantes de la nueva política. Cierto es que ninguno ha tomado en estos meses decisiones de gobierno, pero sí han tomado decisiones sobre el gobierno, han percibido un sueldo del contribuyente y han desempeñado un papel institucional que ahora les tocará justificar, frente a una ciudadanía que bien puede pensar si otros en su lugar lo harían mejor. Ya no son esos políticos inéditos y con crédito intacto que se presentaron a las elecciones de diciembre. Al 26-J van a acudir luciendo, en fin, sus primeros raspones y sus primeras meteduras de pata en perjuicio de todos.
Cuánto acierto quepa imputarles, en las urnas lo resolverán de aquí a dos meses quienes pueden y deben decidirlo.