El día en que murió Cela, la profesora de Lengua nos explicó que acababa de fallecer el último Nobel de Literatura español. Acto seguido nos explicó que Cela era un gran escritor, pero que también repetía discursos, que era homófobo, que era conservador, que le habían llevado a juicio por plagio, que le gustaba salir por la tele para escandalizar y soltar tacos, y que había hecho cosas muy turbias durante el franquismo. Pero que bueno, que eso. Que era un gran escritor.
Yo tenía por entonces quince años y no había leído ni una página de Cela, pero el episodio se me quedó grabado. A esas edades uno tiene afinadísima la antena que detecta lo que es socialmente aceptable y lo que no -en rigor, no tiene mucho más que eso-, y me quedé con la idea de que el tal Cela era un personaje marcado, alguien a quien evitar. No creo haber sido una excepción. Más bien me parece que, para los que nos educamos en los 90 y principios de los 2000, Cela era poco más que un personaje estrambótico y desagradable de aquella fauna ibérica que nos mostraba todas las noches El Informal (nuestra biblia televisiva). Uno más de ese elenco formado por Jesús Gil, por el Cordobés, por un tal Fernando Fernán Gómez que vociferaba “¡no lo sé!” y “¡a la mierda!”.
Nos aimaban a leer 'La colmena' o 'La familia de Pascual Duarte' como pruebas contra el franquismo
Leer posteriormente La colmena y La familia de Pascual Duarte no cambió aquella percepción: el discurso académico y social que rodeaba a aquellas novelas no animaba a leerlas como obras de un autor concreto, sino como pruebas clave en el juicio contra el franquismo. Es decir, parecía como si el valor de aquellas obras no residiera en el talento que Cela exhibe en ellas sino en el hecho de que hubiera retratado una época que al fin y al cabo era así.
Además, ¿no nos habían dicho en el cole que Cela era franquista? Esa cuadratura del círculo, la de aceptar que un simpatizante del régimen podía escribir novelas críticas con el mismo, no estábamos preparados para hacerla. Más sencillo resultaba separar aquellas novelas del nombre de su autor y asociarlas a un movimiento, una época.
Llama la atención el laborioso vanguardismo de sus obras tardías, las que no suelen enseñarse
Por todo esto ha sido para mí un verdadero descubrimiento acercarme a la obra de Cela a través de las actividades que se organizan para celebrar su centenario en la universidad donde trabajo -y que es, casualmente, la que lleva su nombre-. Me ha sorprendido, en primer lugar, lo mal que casa el aparatoso personaje de nuestro chusco fin-de-siècle con el laborioso vanguardismo de obras como Mrs Caldwell habla con su hijo, Mazurca para dos muertos, Oficio de tinieblas 5 o Cristo versus Arizona; es decir, las obras tardías, las que no suelen enseñarse.
Choca, además, la insistencia -a veces más allá de lo racional- del vanguardismo de Cela, el comprobar que el monólogo joyceano de San Camilo 1936 no fue un mero arancel de entrada en los años 70, sino que supuso el inicio de un camino de no retorno. Un camino que, parafraseando el inicio de Mazurca, Cela proseguiría mansamente y sin parar, con ganas y con una infinita paciencia.
Probó todos los géneros e incluso registros opuestos manteniendo siempre una voz propia
Esto engarza con otro motivo de sorpresa: la extraordinaria variedad estilística y formal de Cela. No es inusual que los escritores a tiempo completo prueben, como hizo él, todos los géneros literarios; pero sí lo es que puedan oscilar entre registros radicalmente opuestos manteniendo siempre una voz propia. Que consigan, en suma, pasar de un laconismo azoriniano a una exuberancia nocturna digna de Finnegan’s Wake, y todo sin dejar de ser fieles a un mundo, una estética y un lenguaje propios.
Como Whitman, Cela era grande y albergaba multitudes; pero eran unas multitudes compactas y disciplinadas, entregadas a la causa. Una causa que no iba más allá de una cierta visión (dura, irónica) de la vida, y una devoción absoluta por las posibilidades del lenguaje.
Y qué lenguaje. Dice Ian Gibson en su biografía de Cela que no hay que exagerar con lo del vocabulario del Nobel; que todos los escritores sienten fascinación por su materia prima. Pero que la sientan no quiere decir que incorporen esa fascinación como uno de los ejes de su actividad creativa. Y eso es precisamente lo que hizo Cela: escribir con la delectación lingüística de un bon vivant lexicográfico.
La extrañeza que puede suscitar hoy su vocabulario enriquece la experiencia de leerle
Tenía razón Julián Marías al advertirle de que esta fascinación ponía en peligro la perdurabilidad de su obra (“temo que la obra de Cela quede afectada por su abuso de las zonas marginales del lenguaje, indefectiblemente destinadas a pasar”), pero la extrañeza que puede suscitar en el lector de hoy su vocabulario también enriquece la experiencia de leerle. Hay veces que Cela parece un Mufasa de las vastas provincias de nuestro idioma: mira, Simba, toda la tierra que baña la luz es nuestro reino.
-¿Y el lugar oscuro?
-Ese, también.
Es posible que todo esto no sea más que un descubrimiento de Mediterráneos que ya resultan familiares a gente de más edad. Pero eso es precisamente lo que debería plantearse en este centenario: que descubramos un Mediterráneo que, en cierta medida, nos hurtaron las luchas por la hegemonía cultural de los 80 y 90, los cien mil asaltos entre El País y el ABC. Un Mediterráneo que sin duda tratarán de hurtar también los que han conseguido que el González-Ruano pierda su nombre, los que parecen utilizar la política como excusa para no leer.
Está bien que se hable de la actitud del escritor gallego ante la dictadura
Y sí, hablemos de la conexión de Cela con el franquismo: está bien que se hable de la actitud del escritor gallego ante la dictadura, y de sus actividades, y de sus trabajos, y de sus relaciones con gente del régimen. Todo lo que sea entender mejor los mecanismos del campo literario durante aquellos años enriquecerá nuestro conocimiento de esa España, y por tanto de la nuestra.
Pero precisamente por esto habrá que explicar también por qué Pascual Duarte y La colmena fueron censuradas y prohibidas durante años; o por qué Arturo Barea se ofreció a prologar la traducción inglesa de La colmena (“with conviction and pleasure”, según él); o por qué gente como Cernuda, Zambrano o Max Aub participaron gustosamente -y sin cobrar- en la revista que Cela editó desde Mallorca.
La vertiente política de Cela revela las paradojas del mundo cultural durante el franquismo
En otras palabras, la vertiente política de Cela tiene interés cuando nos revela las paradojas y las zonas grises del mundo cultural durante el franquismo; cuando nos anima a pensar en los pequeños actos de humillación o de resistencia a los que nos prestaríamos nosotros mismos en épocas de hambre y de dureza; y cuando estimula nuestro acercamiento a un pasado mucho menos binario de lo que solemos pensar, a una España desollada pero densa.
Hay algo del Cela tardío que sí queda en este centenario, al menos para mí: la imagen de un gigante, de un ser abrumador que encierra en sus dilatados confines una dedicación a la literatura verdaderamente extraordinaria.
Tras conseguir toda la gloria literaria seguía levantándose temprano para escribir
Raúl del Pozo, que lo conoció bien, ha definido la disciplina de Cela como una vocación de hierro; y efectivamente hay algo ferruginoso, algo de Mazinger carpetovetónico, en ese ente que tras conseguir toda la gloria que se puede obtener en el mundo literario seguía levantándose temprano cada mañana para encerrarse con la pluma y los folios. Frente al Cela que quiso ser Premio Nobel, me resulta más auténtico el Cela que quiso escribir. Y eso es lo que merece perdurar.
***David Jiménez Torres es doctor por la Universidad de Cambridge y profesor en la Universidad Camilo José Cela.