Tras 20 horas de sesión parlamentaria, el Senado de Brasil ha dado luz verde a la destitución de Dilma Rousseff por irresponsabilidad fiscal. La presidenta, que será apartada de su cargo durante 180 días mientras se resuelve de manera definitiva si continúa al frente del Gobierno, ha intentado presentar la decisión del Senado como un “golpe de estado” y ha afirmado que el proceso es una venganza de grupos que de otro modo no llegarían al poder. Con estas declaraciones la mandataria intenta evadir su responsabilidad, ya que es evidente que Rousseff, sobre la que también planea la sospecha de una posible implicación en el escándalo de la petrolera Petrobras, no es de ningún modo una víctima inocente. Los ciudadanos brasileños también ven con buenos ojos su destitución: cerca del 60% de los votantes se muestran a favor del impeachement, según las encuestas.
Una presidenta que no cuenta ni con el apoyo del legislativo ni el de los ciudadanos no puede aferrarse a su cargo, pero también es cierto que un Congreso en el que 300 de sus 513 parlamentarios se enfrentan a acusaciones por diferentes delitos no goza de excesiva legitimidad moral. El propio iniciador del proceso, Eduardo Cunha, está siendo juzgado por corrupción, mientras que el sucesor de Rousseff, Michel Temer, ha sido mencionado en testimonios relacionados con el caso Petrobras. A pesar de que existen razones más que suficientes para que Rousseff abandone su cargo, su destitución no solucionará la grave crisis política e institucional que afronta el país.